domingo, 12 de febrero de 2012

El siglo XXI será espiritual, contemplativo, místico... o no será.

 



Resuminos parte del contenido de nuestras reflexiones acerca de la "Espiirtualidad en el siglo XXI",

Con Karl Rahner, el teólogo más importante del Concilio Vaticano II, queremos seguir afirmando: El siglo XXI será espiritual, contemplativo, místico... o no será.


La palabra espiritualidad evoca muchas ideas diferentes que responden, a su vez, a diversos modelos antropológicos y formas de concebir la vida cristiana. Frente a una concepción dualista de la persona (compuesta de alma y cuerpo), y una teología que coloca a Dios –y lo espiritual- en un cielo lejano a “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo...” (Gaudium et Spes, 1), definiremos espiritualidad como la forma de vida del discípulo de Jesús que se deja guiar por su Espíritu.

La espiritualidad no es sólo la vida de oración. No es una parte de la vida cristiana, el rato que dedicamos a hacer silencio o a nuestras devociones privadas, sino el conjunto de nuestra vida, en todas sus dimensiones. Una vida verdaderamente cristiana, espiritual, integrará esta dimensión con el resto de las dimensiones del ser humano: política, social, económica, familiar, sexual, racional,... La vida entera está llamada a ser vivida bajo la inspiración del Espíritu de Jesús.


A lo largo de la historia de la Iglesia el Espíritu ha ido animando a personas y comunidades a descubrir nuevos acentos y formas de vivir. Algunas de estas formas de vida o “espiritualidades” han tenido una importancia decisiva. Basta recordar el movimiento franciscano en la Edad Media. La pregunta que nos inquieta ahora es: ¿podemos, al menos, clarificar algunos de los elementos que una espiritualidad cristiana en el siglo XXI?

Para comenzar andar es necesario, como nos pide Jesús en el Evangelio, revisar lo que hay en nuestra bolsa para quedarnos con lo mejor y aligerar lo que es peso inútil. La espiritualidad del siglo XX se ha ido viendo iluminada, sin lugar a dudas, por las reivindicaciones de los grandes movimientos de renovación que desembocaron en el Concilio Vaticano II: el bíblico, el litúrgico, el ecuménico, el comunitario, el carismático, el catecumenal. A ellos hay que añadir la conciencia afinada o despertada por todos los movimientos de liberación, en especial el obrero, el feminista, el homosexual, el Negro y el de los pueblos del Tercer Mundo. Que no falte, además, la sal de la nueva conciencia ecológica y planetaria, mitad globalizada, mitad nacionalista (entendiendo el nacionalismo como la defensa en diálogo de lo que cada cultura y pueblo aporta a la gran familia humana: su lengua, constumbres, tradiciones, idiosincrasia...).

Una espiritualidad para el siglo XXI debe ser evangélica, poner a Jesús en el centro y tener en el discipulado, en el seguimiento activo de Jesús desde una comunidad, el modelo más eficiente sobre el que construir esa vida inspirada por el Espíritu Santo y en permanente búsqueda de la voluntad del Padre en un mundo que es nuestro reto y lugar teológico permanente.

Una espiritualidad renovada debe recobrar la presencia de las disciplinas espirituales, herramientas o prácticas que nos permiten responder al Señor y ser más maleables al Espíritu. Entre ellas hemos de redescubrir la importancia de la oración personal y comunitaria, cuyos cimientos son el silencio y la soledad. En un mundo incapaz de “cerrar la puerta” para hablar al Padre en lo escondido, ¿cómo plantear una vida interior rica y profunda? Hemos de recuperar el sentido profundo y cristiano (no siempre se han practicado cristianamente) de otras disciplinas ascéticas como la meditación, el ayuno y la abstinencia (cada uno sabe de qué debe ayunar pues conoce debe conocer los apegos de su corazón), la penitencia, la limosna, las obras de misericordia... Hemos, finalmente, de revalorar el acompañamiento espiritual, limpiando las resistencias que llevaron a la desaparición del modelo de dirección espiritual directivista e infantilizadora.

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