Juzgar es arriesgado. Condenar, arrogante y peligroso.
Quien tiene en este mundo el oficio del juez debe confrontar la conducta de un hombre con la ley escrita en un papel, y hacerlo con la mayor equidad posible.
Pero el corazón del acusado queda fuera de su vista y de su juicio.
Quienes somos sacerdotes escuchamos al hombre mientras se acusa a sí mismo, derramamos sobre él los méritos de
Cristo crucificado, y le otorgamos la absolución.
En el confesonario, el corazón lo es todo.
Porque si no hay al menos un ápice de arrepentimiento por parte del penitente, la absolución de poco sirve.
En todo caso, muchas veces el sacerdote se compromete y se implica más a sí mismo en cada absolución de lo que lo hace el juez en sus sentencias.
Los pecados ajenos también nos duelen a nosotros.
Si comprendierais lo que significa «quiero misericordia y no sacrificio», no condenaríais a los que no tienen culpa.
Y es que la misericordia es el mejor de los sacrificios, porque en ella el corazón del hombre queda entregado al corazón misericordioso de Cristo y se consume en Él.
El misericordioso, como Jesús, no ha venido a juzgar, sino a salvar.
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