"La historia de muchos de nosotros está marcada por las huellas de habernos marchado a tierras lejanas y haber dejado atrás el Padrenuestro. Nos hemos gastado la herencia en "hacernos un nombre" (cf. Gen 11,4) para llevarlo entre las manos como la estatuilla de oro de un "Oscar"; pero, a la larga, resulta incómodo llevar siempre las manos ocupadas en protegerlo y, además, con el paso del tiempo, se ha oxidado y todos se han dado cuenta de que era de pura hojalata. Hemos traficado y batallado por nuestra propia perfección o por afirmarnos a fuerza de saber, poder o tener, y al final, ese pequeño reino se nos ha quedado tan estrecho y oscuro como un patio de vecindad. Hemos probado a qué sabe el pan que se busca con ansiedad o que se retiene con avidez, y el estómago se nos ha quedado vacío. Hemos hecho sesiones de dinámica de grupo y nos sabemos de memoria toda la teoría de las relaciones humanas, pero seguimos fallando en eso de dejar a los otros abierto el futuro, en ese antiguo gesto de perdonar. Hemos caído en casi todas las tentaciones, porque no nos pareció necesario aceptar humildemente que solos no éramos capaces de vencerlas.
Hemos probado a repetir mantras, a poner la mente en alfa, a sentarnos, con indecibles penurias, en la postura de loto... Pero tenemos que reconocer que aún no hemos aprendido a orar.
Y ese momento puede ser precisamente aquél en que la gracia nos dé alcance porque nos sentimos empujados de nuevo hacia el Padrenuestro.
Volvemos con los pies llenos de polvo y de cicatrices, con las manos y la mochila vacías y el corazón mucho más silencioso.
Las palabras del Padrenuestro siguen ahí para nosotros, esperándonos como los muros familiares de la casa paterna o el río de nuestra infancia.
Podemos volver a pedir a Jesús desde lo hondo de nuestra pobreza: "Enséñanos a orar...". Y él volverá a respondernos, como si fuera la primera vez: "Cuando oren, digan: Padre nuestro..."." (Dolores Aleixandre).
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