Comentaba San Alberto en unos Ejercicios Espirituales:
“La generosidad es la gran arma para aceptar la ley y para ir más lejos en el servicio de Dios. Los Ejercicios están hechos para almas generosas... que quieran mucho afectarse en todo servicio de sus Señor. Hubo un gorrión que se gloriaba de ser filósofo, había estudiado lógica y armaba excelentes silogismos.
“He descubierto –les dijo a los gorriones reunidos en congreso- que a medida que aumenta nuestro peso se dificulta nuestro vuelo: cuando la lluvia empapa nuestras alas casi no podemos alzarnos.
¡Muy cierto, chirriaron los gorriones!
“Ahora bien, es muy cierto que nuestras alas representan un peso; sin nuestras alas vamos pesar menos”. ¡Cierto, conforme, conforme, chirriaron los gorriones todos!.
“Vean pues la solución, el silogismo es perfecto: cuando pesamos menos, volamos mejor; sin nuestras alas pesamos menos; luego, si nos quitamos las alas vamos a volar como un cohete...”.
Los gorriones enmudecieron todos, hasta que al fin un viejo gorrión se arriesgó a decir: “Señor Doctor, no sé qué contestar; pero tengo mis dudas... Haga primero la experiencia. Córtese las alas y luego vemos”. Tenía razón el viejo gorrión, porque a pesar de la paradoja, las alas que lleva el pájaro, lo llevan también a él. Es un peso que ayuda a llevar el peso; un peso que en vez de aplastar, levanta.
Lo mismo acontece con la generosidad.
La gente que regatea con los mandamientos los hace pesados... cortan dos, tres, o cuatro, y no pueden cargar ni con el resto.
En cambio hay muchos que encima de todos sus mandamientos han colocado sobre sus hombros toda su generosidad. Hacen mucho más que el frío deber. Agregan a sus obligaciones comunes todas las obras que les inspira el amor, caminan alegres donde los demás arrastran y afirman que es hermoso servir a Dios.
El generoso que hace más que lo obligado quita a la obligación su carácter áspero. El santo es el único que hace siempre lo que quieres”.
Hagamos estos santos ejercicios como los primeros y cómo los últimos… si son los primeros o no, eso lo sabe el/la ejercitante; pero si son los últimos, sólo Dios lo sabe….
SAN ALBERTO HURTADO, Un disparo a la eternidad, pp. 155-156 (Ejercicios predicados a sacerdotes)
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