Se
ha descrito la fiesta del 6 de enero como la navidad de la Iglesia de Oriente.
Podríamos considerar exacta esta descripción si nos atenemos al período de los
orígenes. No hay duda de que, en el tiempo de su institución, la epifanía
conmemoraba el nacimiento de Cristo y, en este sentido, no era tan diferente de
nuestra navidad; ambas eran fiestas de natividad.
Cuando la epifanía se popularizó, se implantó la costumbre de añadir las tres figuras de los magos a la cuna de navidad. Ellos llegaron a conquistar la fantasía popular. La leyenda les dio unos nombres y los convirtió en reyes. En la gran catedral gótica de Colonia se puede ver la urna de los tres reyes. Sus "huesos" fueron llevados allí, desde Milán, en 1164, por Federico Barbarroja.
Los
grandes padres latinos, san Agustín, san León, san Gregorio y otros, se
sintieron fascinados por esas tres figuras, pero por una razón distinta. No
sentían curiosidad por conocer quiénes eran o su lugar de procedencia. No
tenían interés alguno en tejer leyendas en torno a ellos. Su interés se
centraba en determinar lo que ellos representaban, su función simbólica,
la teología subyacente en el relato evangélico. En sus reflexiones sobre Mateo
2,1-12 llegaron a la misma conclusión: los sabios de Oriente representaban a
las naciones del mundo. Ellos fueron los primeros frutos de las naciones
gentiles que vinieron a rendir homenaje al Señor. Ellos simbolizaban la
vocación de todos los hombres a la única Iglesia de Cristo.
Con
esta interpretación de epifanía, la fiesta toma un carácter más universal.
Amplía nuestro campo de visión, abre nuevos horizontes. Dios deja de
manifestarse sólo a una raza, a un pueblo privilegiado, y se da a conocer a
todo el mundo. La buena nueva de la salvación es comunicada a todos los
hombres. El pueblo de Dios se compone ahora de hombres y mujeres de toda tribu,
nación y lengua. La raza humana forma una sola familia, pues el amor de Dios
abraza a todos.
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