El Espíritu Santo, fuente de agua viva
El Espíritu Santo es una fuerza grandísima, un Ser divino que la mente humana es incapaz de conocer perfectamente. El Espíritu Santo vive, es inteligente, es el Santificador de todas las criaturas que Dios ha hecho (...). Él ilumina las almas de los justos, y habitaba en los profetas así como en los apóstoles del Nuevo Testamento. Hemos de abominar de todos los que desdoblan su virtud operativa. Único es Dios Padre, Señor del Antiguo y del Nuevo Testamento. Único es el Señor Jesucristo, profetizado en el Antiguo Testamento y venido en el Nuevo. Único es el Espíritu Santo, que predijo la encarnación de Cristo por medio de los profetas y, tras la venida de Jesús, descendió sobre Él para manifestarlo (cfr. Mt 3, 16). (...) Bebamos de esa agua viva que salta hasta la vida eterna (Jn 4, 14). El Salvador decía esto por el Espíritu, que habían de recibir los que creyesen en Él (Jn 7, 39). Escucha lo que afirma: del seno de quien creen mí, como dice la Escritura, manarán ríos de agua viva (Jn 7, 38). No se trata de ríos materiales, capaces sólo de regar una tierra que produce espinas y árboles, sino de ríos que iluminan las almas. En otro lugar enseña: el agua que Yo le daré vendrá a ser dentro de él un manantial de agua que manará hasta la vida eterna (Jn 4, 14). ¿Por qué llamó agua a la gracia del
Espíritu Santo? Porque el agua es el elemento indispensable tanto para la vida vegetal como para la vida animal. El agua de lluvia desciende del cielo y, aunque única en su aspecto, lleva en sí una múltiple virtud operativa. Una sola fuente irrigaba todo el Paraíso (cfr. Gn 2, 10), y una misma lluvia desciende sobre todo el mundo. Esta lluvia se hace blanca en la azucena, roja en la rosa, purpúrea en las violetas y en los jacintos, diferente y variopinta según las diversas especies. Adquiere características diversas en la palmera y en la vid, y es todo en todas las cosas, siendo, sin embargo, una sola e igual a sí misma. La lluvia, en efecto, no muda de aspecto ni desciende en formas distintas, sino que se adapta a la naturaleza de las cosas que la reciben y es, en cada una de ellas, lo que más les conviene. Así sucede con el Espíritu Santo. Aun siendo uno solo, único e indivisible, confiere a cada uno la gracia que quiere (cfr. 1 Cor 12, 11). Como un árbol seco emite sus brotes si se le riega con agua, así el alma del pecador, hecha digna del Espíritu Santo por medio de la penitencia, produce frutos de justicia. Aun siendo uno solo, a una simple señal de Dios Padre y en nombre de Cristo, el Espíritu Santo causa las diversas virtudes. Se sirve de la lengua de uno para comunicar la sabiduría, ilumina la mente de otro con el don de la profecía; a éste confiere el poder de expulsar los demonios, y a aquél la facultad de interpretar las Sagradas Escrituras. En uno fortalece la templanza, a otro enseña cuanto se refiere a las obras de caridad, y a uno más el ayuno y la ascética. A éste mueve a despreciar los intereses materiales, mientras prepara a aquél para el martirio. Siendo diverso en los demás es siempre idéntico a sí mismo (...). La actividad del Espíritu Santo se dirige totalmente al bien y a la salvación. En primer lugar, su venida es suave, su presencia se advierte como un perfume, su peso es ligero. Esplendorosos rayos de luz y de inteligencia preceden su advenimiento. Viene al alma con entrañas de auténtico tutor, porque llega a ella para salvar, para curar, para enseñar, para amonestar, para robustecer, para consolar, para iluminar la mente. Produce estos efectos sobre todo, en el alma que lo recibe; después, por medio de ella, también en las de los demás. Como una persona que se hallaba en la oscuridad, si sale de repente a la luz del sol queda con los ojos de su cuerpo iluminados, de manera que ve claramente lo que antes no percibía; así el que ha sido hecho digno de recibir el Espíritu Santo queda con el alma iluminada, y es capaz de ver de modo sobrehumano lo que antes no veía. Y aunque el cuerpo permanezca en la tierra, el alma contempla los cielos como en un espejo (...). Si, mientras estás sentado, surge en ti el pensamiento de la castidad o de la virginidad, es Él quien te lo sugiere. ¿Acaso no ha sucedido con frecuencia que una doncella, próxima ya a contraer matrimonio, renuncia a las nupcias porque el Espíritu Santo la instruyó sobre el valor de la virginidad? ¿Y no ha ocurrido muchas veces que un hombre eminente en la corte, enseñado por el Espíritu Santo, sienta desprecio por las riquezas y dignidades? ¿No acontece a menudo que un joven, viendo pasar a una belleza, cierra los ojos, desvía la mirada y evita mancharse? Quizá me preguntes: ¿de dónde viene esto? Y te contesto: el Espíritu
Santo instruyó el alma de aquel joven. En el mundo hay mucha codicia y los cristianos, en cambio, renuncian a sus posesiones. ¿Por qué? Porque así les enseña el Espíritu Santo. ¡Qué Don tan bueno y precioso es el Espíritu Santo! Con razón hemos sido bautizados en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo (cfr. Mt 28, 19). Mientras esté revestido del cuerpo, el hombre ha de combatir contra muchos y temibles demonios; y sin embargo (...) el simple soplo del exorcista es como un fuego para el espíritu maligno, que ni siquiera se ve con los ojos. Tenemos, pues, recibido de Dios, un poderoso aliado y protector: el gran doctor de la Iglesia, nuestro gran defensor. No temamos, por tanto, a los demonios ni al diablo, porque mucho más fuerte que ellos es Aquél que combate por nosotros. Abrámosle la puerta, porque va en busca de cuantos son dignos de Él (Sab 4, 17), deseoso de impartirles sus dones. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis XVI, 3, 11-12, 16, 19.
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