Hoy, en esta época de adviento, entra en escena un personaje singular: Juan
Bautista. Llamaba la atención por su forma de vestir, por su alimentación (un
tanto peculiar) y, sobre todo, por su forma de ser: no cuidaba tanto de su
cuerpo como de la esperanza del Pueblo de Israel. Era una trompeta que rompía
de arriba abajo el silencio sobre el Mesías y emplazando a la conversión; a
mirar de otra forma la venida del Salvador; a regresar de los palacios de la
injusticia, del todo vale o de la comodidad.
Este
segundo domingo de Adviento y el siguiente –el Tercero— la figura del Bautista
es eje central para nuestras meditaciones. Desde la austeridad, la justicia y
la honradez, Juan se dirige a sus contemporáneos y les anuncia que la llegada
de Dios está muy cercana. Les pide reordenar sus vidas, mejorar sus caminos y
pedir perdón por sus pecados. Y ello es igual para nosotros hoy: no podremos
cambiar si no somos capaces de entender y evaluar con honradez nuestras propias
faltas. Podemos, tal vez, tener en el corazón un rescoldo de presencia del
Señor, pero su nuestra vida cotidiana está marcada por el desorden, por la injusticia,
por la insolidaridad, por el pecado en definitiva; no podremos ver a Jesús
aunque El pase por delante de nosotros. Y lo primero de todo, por tanto, es
nuestra disponibilidad, hacer el camino posible. Si no estamos dispuestos a
recibir el Señor el tiempo de Adviento no sirve para nada.
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