1 Se decía del abad Arsenio que
el sábado por la tarde, cuando empezaba el día del Señor, volvía su espalda al
sol, levantaba sus manos al cielo y oraba hasta que en la mañana del domingo el
sol, al levantarse, iluminaba su rostro. Y sólo entonces iba a sentarse.
2 Unos hermanos preguntaron al abad
Agatón: «Padre, ¿cuál es la virtud que exige más esfuerzo en la vida
religiosa?». El les respondió: «Perdonadme, pero estimo que nada exige tanto trabajo
como el orar a Dios. Si el hombre quiere orar a su Dios, los demonios, sus
enemigos, se apresurarán a interrumpir su oración, pues saben muy bien que nada
les hace tanto daño como la oración que sube hacia Dios. En cualquier otro
trabajo que emprenda el hombre en la vida religiosa, por mucho esfuerzo y
paciencia que dicho trabajo exija, tendrá y logrará algún descanso. La oración
exige un penoso y duro combare hasta el último sus últimos momentos.
3 El abad Dulas, discípulo del abad Besarión, contaba: «Un
día fui a la celda de mi abad y le encontré de pie en oración y con las manos
levantadas al cielo. Permaneció así durante catorce días. Luego me llamó, y me
dijo: "Sígueme". Y fuimos al desierto. Yo sentía sed y le dije:
"Padre, tengo sed". El tomó su cantimplora, se apartó de mí a la
distancia de un tiro de piedra, hizo oración y me la trajo llena de agua.
Después fuimos a la ciudad de Lyco para visitar al abad Juan. Terminados los
saludos hicimos oración. A continuación los dos ancianos se sentaron y
empezaron a hablar de una visión que habían tenido. El abad Besarión dijo:
"Dios ha decidido destruir los templos". Y así ocurrió. Fueron
destruidos».
4 Decía el abad Evagrio: «Si estás desanimado, ora. Ora con
temor y temblor, con ardor, sobriedad y vigilancia. Así es preciso orar,
especialmente a causa de nuestros enemigos invisibles, que son malos y se
aplican a todo mal, pues sobre todo en este punto de la oración se esfuerzan en
ponernos dificultades».
5 Dijo también el abad Evagrio: «Cuando te venga
un mal pensamiento en la oración no busques otra cosa en ella. Afila la espada
de las lágrimas contra el que te combate».
6 El abad del monasterio que Epifanio, de santa
memoria, obispo de Chipre, tenía en Palestina, le envió a decir: «Gracias a tus
oraciones no hemos descuidado la Regla. Hemos rezado cuidadosamente tercia,
sexta, nona y vísperas». Pero el obispo le contestó: «Veo que hay horas en las
que dejáis de hacer oración. El verdadero monje debe orar sin interrupción, o
al menos salmodiar en su corazón».
7 El abad Isaías decía: «El presbítero de Pelusa
celebró un ágape. Los hermanos se pusieron a comer y a charlar entre sí en la
iglesia. El sacerdote les increpó: "¡Callad, hermanos! Conozco a un
hermano que come con vosotros y su oración sube como fuego en la presencia del
Señor.
8 El abad Lot vino a ver al abad José y le dijo:
«Padre, me he hecho una pequeña regla según mis fuerzas. Un pequeño ayuno, una
pequeña oración, una pequeña meditación y un pequeño descanso. Y me aplico
según mis fuerzas a liberarme de mis pensamientos. ¿Qué más debo hacer?». El
anciano se puso en pie, levantó sus manos al cielo y sus dedos se convirtieron
en diez lámparas de fuego. Y le dijo: «Si quieres, puedes convertirte del todo
en fuego».
9 Unos monjes euquitas, es decir «orantes»,
vinieron un día a ver al abad Lucio, a Ennato. El anciano les preguntó: «¿Qué
clase de trabajo manual hacéis?». Y ellos le dijeron: «No hacemos ningún
trabajo manual, sino que, como dice el apóstol, oramos constantemente». (Cf 1
Tes 5,17). El anciano les dijo: «¿No coméis?». Y ellos contestaron: «Sí,
comemos». Y el anciano les preguntó: «¿Y cuándo coméis, quién ora por
vosotros?». De nuevo les preguntó el anciano: «¿No dormís?». Y contestaron:
«Dormimos». «Y cuando dormís, ¿quién ora en vuestro lugar?». Y no supieron qué
responderle. El anciano les dijo entonces: «Perdonadme, hermanos, pero no
hacéis lo que decís. Yo os enseñaré cómo trabajando con mis manos oro
constantemente. Me siento con la ayuda de Dios, corto unas palmas, hago con
ellas unas esteras y digo: "Ten piedad de mí, oh Dios, según tu amor, por
tu inmensa ternura borra mi delito" (Sal 51,1). ¿Es esto una oración o
no?». Ellos dijeron: «Sí». El anciano continuó: «Paso todo el día trabajando y
orando mental o vocalmente y gano unos dieciséis denarios. Pongo dos delante de
mi puerta y con el resto pago mi comida. El que recoge aquellos dos denarios,
ora por mi mientras que yo como o duermo. Y así es como cumplo, con la gracia
de Dios, lo que está escrito: "Orad constantemente"». (1 Tes 5,17).
10 Preguntaron unos al abad Macario: «¿Cómo
debemos orar?». Y él les dijo: «No es preciso hablar mucho en la oración, sino
levantar con frecuencia las manos y decir: "Señor, ten piedad de mi, como
tú quieres y como tu sabes". Si tu alma se ve atribulada, di:
"¡Ayúdame!". Y como Dios sabe lo que nos conviene, se compadece de
nosotros».
11 Se contaba que si el abad Sisoés no se daba
prisa en bajar sus manos cuando se ponía en pie para orar, su espíritu se veía
transportado a las alturas. Por eso, si oraba en compañía de algún hermano,
bajaba enseguida las manos temeroso de caer en éxtasis y permanecer así largo
tiempo.
12 Decía
un anciano: «La oración asidua cura enseguida el alma».
13 Uno de los Padres decía: «Es imposible que uno vea su
rostro en un agua turbia. Tampoco el alma, si no se purifica de pensamientos
extraños, puede contemplar a Dios en la oración». Un anciano vino un día al monte Sinaí, y cuando se marchaba salió
a su encuentro un hermano que le dijo llorando: «Estamos muy afligidos, Padre,
por la sequía, porque no llueve». Y le dijo el anciano: «¿Por qué no oráis y
pedís la lluvia a Dios?». Y le dijo el otro: «Ya oramos y rogamos continuamente
a Dios, pero no llueve». Y replicó el anciano: «Creo que no habéis orado con
atención, ¿quieres comprobarlo? Ven, pongámonos de pie los dos juntos y
oremos». Levantó las manos al cielo, oró y al punto empezó a llover. Al ver
esto el hermano, se echó a temblar y se arrojó a sus pies. El anciano, empero,
se escapó de allí rápidamente.
14 Los
hermanos contaban: «Un día fuimos a ver a unos ancianos. Después de hacer
oración, según costumbre, nos saludamos y nos sentamos para conversar juntos.
Terminada la reunión, en el momento de marchar, pedimos el tener de nuevo
juntos un rato de oración. Uno de aquellos ancianos nos dijo: «¿Cómo, pero no habéis
orado ya?». Le dijimos: «Sí, Padre, hemos hecho oración al llegar, pero desde
entonces hasta ahora no hemos hecho más que hablar». Y él nos dijo:
«Perdonadme, hermanos, pero está sentado entre vosotros un hermano que mientras
hablaba ha hecho ciento tres oraciones». Y después de decirnos esto, hicimos
oración y nos despidieron.
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