La intimidad con el Señor, no es algo dado a personas muy cualificadas en lo espiritual sino posibilidad abierta a cada uno de nosotros. Por eso no podemos hacer como si Dios estuviera en su reino mirando a su descendencia sin hacer nada porque cada día, a nuestro alrededor y, más cerca aún, en nosotros mismos, se manifiesta y hace efectiva su paternidad.
Las huellas de Dios son, por eso mismo, formas y maneras de hacer cumplir, en nosotros, la voluntad de Creador que, así, nos prepara para que seamos semejanza suya y, en efecto, lo seamos porque, como dijo San Juan, en su primera Epístola (3, 1) es cierto que, a pesar de los intentos de evadirse de la filiación divina, no podemos apartarla y, como mucho, miramos para otro lado porque no es de nuestro egoísta gusto cumplir lo que Dios quiere que cumplamos.
"¡Mirad cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios,
y nosotros lo somos realmente.
Si el mundo no nos reconoce,
es porque no lo ha reconocido a él. Queridos míos,
desde ahora somos hijos de Dios,
y lo que seremos no se ha manifestado todavía.
Sabemos que cuando se manifieste,
seremos semejantes a él,
porque lo veremos tal cual es." (1ª carta de S. Juan, 3,1-2).
Para hacer posible esta intimidad os proponemos como modelo la Casa de Betania y la constitución de CENACULOS, siguiendo la estructura que os proponemos.
Pretendemos que sean encuentros con el Maestro, teniendo como modelo la “Casa de Betania” del Evangelio.
y nosotros lo somos realmente.
Si el mundo no nos reconoce,
es porque no lo ha reconocido a él. Queridos míos,
desde ahora somos hijos de Dios,
y lo que seremos no se ha manifestado todavía.
Sabemos que cuando se manifieste,
seremos semejantes a él,
porque lo veremos tal cual es." (1ª carta de S. Juan, 3,1-2).
Para hacer posible esta intimidad os proponemos como modelo la Casa de Betania y la constitución de CENACULOS, siguiendo la estructura que os proponemos.
Pretendemos que sean encuentros con el Maestro, teniendo como modelo la “Casa de Betania” del Evangelio.
En esta intimidad, Señor, en la que me encuentro, en la que sólo Tú escuchas mi oración, quiero callar y oir lo que me dices para poder vivir este día para tí.
Quiero vivir para dentro, Señor, que lo que dé a los demás lo dé desde tí; acercarme a los hombres, al mundo que me rodea con el amor que Tú me me das, con nada mío, pues sólo lo que viene de tu mano es digno de ser repartido.
No puedo sentir orgullo ni vanidad, nada es mío, nada viene de mí, nada tengo, soy lo que Tú me haces.
En tí me glorio, Señor, buscando el perdón de mis pecados, la paz para mi corazón.
Es interesante notar que existió un hombre, pescador desde su infancia, que fue llamado para vivir durante tres años al lado del hombre que, con sus palabras y amor, no sólo revolucionó al mundo sino que también se tomó tiempo para revolucionar su corazón. La vida de Juan el Apóstol, es un llamado a la intimidad y seguridad que Dios desea para cada uno de nosotros. Durante el evangelio de Juan, escrito por él mismo, se menciona cinco veces en tercera persona, la carta de presentación, la forma en que él deseaba ser conocido, Juan se menciona a sí mismo como “el discípulo que Jesús amaba”, esta afirmación va mas allá de cualquier gloria humana; está cimentada no sólo en la seguridad que tenía en Jesús, sino también en la respuesta de amor que recibía de Él. Juan siempre fue motivado por un ferviente deseo de amar a Jesús y estar cerca de Él, cuando en Marcos 10:35-40, de una forma tal vez inmadura, le pregunta a Jesús junto con su hermano si les podía ser concedido que se sentaran el uno a su derecha y el otro a su izquierda, nos muestra no sólo el entendimiento que tenía de Jesús como su Mesías y su gloria venidera, sino también la inquietud de su corazón de querer estar siempre a su lado. Varias facetas de quién era Juan son expuestas en el transcurso de los cuatro evangelios, pero sin duda el nivel de relación personal que buscó siempre tener, durante esos tres años con Jesús, transformaron su vida y le dieron la seguridad de saber quién era en Dios. Es por eso que sus palabras en 1 Juan 4.10 “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” brotan de un corazón que experimentó el regalo de ese amor y que tuvo siempre como meta la búsqueda del mismo.
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