lunes, 15 de julio de 2013

Dejarse reconciliar por Dios es facilitar la intimidad con el Señor.

El Sacramento de la Reconciliación, al que también se le llama penitencia o Confesión, es uno de los rega­los más valiosos que Dios ofrece a sus hijos, para reconciliarlos con­sigo mismo y devolverles la gracia que han perdido y facilitar con ello la intimidad necesaria  con el que es nuestra Padre.. 
Fue el mismo Jesucristo el que, al instituir el Sacramento de la Reconciliación, dispuso este medio para restablecer nuestra amistad con el Padre y así ayudarnos de una manera particular en la vigilancia de los actos de nuestra vida diaria.
Solo Dios perdona los pecados. El sacerdote lo hace porque Dios se lo ha confiado y es en nombre suyo que lo hace. Entonces, en realidad, al decirle los pecados al sacerdote, se los estamos diciendo al propio Cristo. ¡Qué misterio!
El mismo Evangelio dice: “El Hijo del hom­bre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados” (Marcos 2,10) y ejerce este poder cuando dice: “Hijo mío, tus pecados quedan perdona­dos” (Marcos 2,5). Esta es la misma autoridad de la que gozan los sacer­dotes al perdonar los pecados del pueblo. 
Nuestra vida de bautizados debe crecer en actos de continua conver­sión; de cambio permanente para conquistar el cielo que nos espera. Y esta conversión debe concretarse en los asuntos de la vida diaria: también en la frecuencia al Sacramento de la Confesión.
Confesarse no es tarea fácil, sobre todo cuando reconoce­mos nuestra vulnerabilidad al mismo pecado y la misma vergüenza humana de tener que “decirle” los pecados al confesor. Pero esto no se com­para al mar de gracias que se reciben cuando el sacerdote dice las palabras de absolución:
“Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.”

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