De los frutos de Paciencia y Mansedumbre.
Paciencia y
mansedumbre Paciencia modera la tristeza Mansedumbre modera la cólera Los
frutos anteriores disponen al alma a la de paciencia, mansedumbre y moderación.
Es propio de la virtud de la paciencia moderar los excesos de la tristeza y de
la virtud de la mansedumbre moderar los arrebatos de cólera que se levanta impetuosa
para rechazar el mal presente. El esfuerzo por ejercer la paciencia y la
mansedumbre como virtudes requiere un combate que requiere violentos esfuerzos
y grandes sacrificios. Pero cuando la paciencia y la mansedumbre son frutos del
Espíritu Santo, apartan a sus enemigos sin combate, o si llegan a combatir, es
sin dificultad y con gusto. La paciencia ve con alegría todo aquello que puede
causar tristeza. Así los mártires se regocijaban con la noticia de las
persecuciones y a la vista de los suplicios. Cuando la paz está bien asentada
en el corazón, no le cuesta a la mansedumbre reprimir los movimientos de
cólera; el alma sigue en la misma postura, sin perder nunca su tranquilidad.
Porque al tomar el Espíritu Santo posesión de todas sus facultades y residir en
ellas, aleja la tristeza o no permite que le haga impresión y hasta el mismo
demonio teme a esta alma.
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De los frutos de bondad y benignidad.
Estos dos
frutos miran al bien del prójimo. La bondad y la inclinación que lleva a
ocuparse de los demás y a que participen de lo que uno tiene. La Benignidad. No
tenemos en nuestro idioma la palabra que exprese propiamente el significado de
benígnitas. La palabra benignidad se usa únicamente para significar dulzura y
esta clase de dulzura consiste en tratar a los demás con gusto, cordialmente,
con alegría, sin sentir la dificultad que sienten los que tienen la benignidad
sólo en calidad de virtud y no como fruto del Espíritu Santo.
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Del fruto de longanimidad(perseverancia).
La
longanimidad o perseverancia nos ayudan a mantenernos fieles al Señor a largo
plazo. Impide el aburrimiento y la pena que provienen del deseo del bien que se
espera, o de la lentitud y duración del bien que se hace, o del mal que se
sufre y no de la grandeza de la cosa misma o de las demás circunstancias. La
longanimidad hace, por ejemplo, que al final de un año consagrado a la virtud
seamos más fervorosos que al principio.
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Del fruto de la fe .
fe La fe como fruto del Espíritu Santo, es
cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que creer, firmeza para
afianzarnos en ello, seguridad de la verdad que creemos sin sentir repugnancias
ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente respecto
a las materias de la fe. Para esto debemos tener en la voluntad un piadoso
afecto que incline al entendimiento a creer, sin vacilar, lo que se propone.
Por no poseer este piadoso afecto, muchos, aunque convencidos por los milagros
de Nuestro Señor, no creyeron en Él, porque tenían el entendimiento oscurecido
y cegado por la malicia de su voluntad. Lo que les sucedió a ellos respecto a
la esencia de la fe, nos sucede con frecuencia a nosotros en lo tocante a la
perfección de la fe, es decir, de las cosas que la pueden perfeccionar y que
son la consecuencia de las verdades que nos hace creer. No es suficiente creer,
hace falta meditar en el corazón lo que creemos, sacar conclusiones y responder
coherentemente. Por ejemplo, la fe nos dice que Nuestro Señor es a la vez Dios
y Hombre y lo creemos. De aquí sacamos la conclusión de que debemos amarlo
sobre todas las cosas, visitarlo a menudo en la Santa Eucaristía, prepararnos
para recibirlo y hacer de todo esto el principio de nuestros deberes y el
remedio de nuestras necesidades. Pero cuando nuestro corazón esta dominado por
otros intereses y afectos, nuestra voluntad no responde o está en pugna con la
creencia del entendimiento. Creemos pero no como una realidad viva a la que
debemos responder. Hacemos una dicotomía entre la "vida espiritual"
(algo solo mental) y nuestra "vida real" (lo que domina el corazón y
la voluntad). Ahogamos con nuestros vicios los afectos piadosos. Si nuestra
voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios, tendríamos una fe profunda y
perfecta.
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