Homilía del cardenal Jorge Mario Bergoglio S.J., arzobispo de Buenos Aires y Primado de la Argentina en el Congreso Eucarístico Nacional (2 de setiembre de 2004)
En este clima tan hermoso del Congreso Eucarístico, ya en nuestro segundo día, la parábola del Hijo Pródigo quiere hablarnos directamente al corazón.
Abramos, pues, nuestros corazones de par en par.
Que cada uno abra su corazón, mirando a la Virgen, sintiendo la presencia de Jesús en la Eucaristía que, silenciosamente, acompaña a la humanidad desde hace dos mil años.
Abramos el corazón de nuestra familia, cada uno de la suya, sintiendo latir el corazón de sus padres y hermanos, el de los esposos y el de los jóvenes, el de los niños y los abuelos.
Abramos el corazón como Pueblo fiel de Dios que peregrina en la Argentina bajo el manto de la Virgen, de María de Itatí...
Abramos el corazón y dejémonos reconciliar con nuestro Padre Dios.
Digamos con el hijo pródigo, que en un momento de gracia se dio cuenta de que la causa más honda de su situación de miseria estaba en haber apartado el corazón del de su Padre: ¡Me levantaré e iré a mi Padre!
Cada uno debe decirlo en su propio corazón. Y debe decirlo también en esa dimensión donde el propio corazón se sabe corazón común, responsable del de todos, solidario con el corazón de su pueblo. Desde allí cada uno puede decir: pueblo pródigo ¡levántate y vuelve al Padre! Es tiempo de que dejes de soñar con las bellotas de los cerdos. Nadie te las da. Gracias a Dios. Mejor así. Por que es hora de que vuelvas a anhelar el pan de los hijos.
Estás empobrecido, parte de tu herencia la has malgastado y parte te la han robado. Es verdad. Pero te queda lo más valioso: el rescoldo de tu dignidad siempre intacta y la llamita de tu esperanza, que se enciende de nuevo cada día. Te queda esa reserva espiritual que heredaste.
Mira que tu Padre no deja de ir, cada atardecer, a esperarte en la terraza… a ver si te ve volver.
Emprende el camino de regreso, fijos tus ojos en los de tu Padre, que te amplía el horizonte para que des todo lo que puedes dar.
Al ir tras dioses falsos, fuiste convirtiendo este suelo bendito en una tierra extranjera. Y hoy pareciera que se ha achicado tu horizonte, que se te encogió la esperanza.
Pero no es así. Si levantas la mirada, si recuerdas, si pegas la vuelta y te conviertes de corazón, la misma tierra que pisas se irá transformando nuevamente en Casa del Padre.
Esa casa del Padre en la que se viven los valores de la humilde casa de José y María en Nazareth.
Casa del Padre que es hospedería donde se curan las heridas de los que cayeron en mano de los salteadores.
Casa del Padre donde se celebra el banquete de las bodas del Hijo y están invitados todos, sin exclusión de ninguno, salvo de los que no quieren participar.
Casa del Padre que, como nos asegura Jesús, tiene muchas moradas y en la que Él mismo se pone a servirnos, como hizo en la última cena.
¡Y permítete a ti mismo sentirte pueblo y familia!
Y dejemos también que el Padre nos diga, como al otro hijo que estaba contrariado: ¡Entra en la fiesta con tu hermano! Cada corazón debe escuchar esta invitación, con la que el Padre quiere convencer a su hijo mayor de que perdonar a su hermano es el camino que lleva a la vida.
Todos también llevamos dentro algo de ese hijo mayor. Dejémos que el Padre nos diga:
Es tiempo de que dejes de escuchar la queja amarga propia de un corazón que no valora lo que tiene, de un corazón que se compara mal.
Es hora de que te animes a compartir con tu hermano el pan de los hijos.
Deja de soñar con el cabrito propio, y escucha estas palabras de tu Padre:
¡Hijo, todo lo mío es tuyo!
¡Dejate reconciliar con Dios, contigo mismo y con tu hermano!
Pero de corazón.
La Eucaristía es el pan de reconciliación que va a parar a lo profundo del corazón de cada uno. Y reconcilia y alimenta ese lugar interior donde la persona es ella misma y más que ella misma, porque es morada de Dios, donde cada corazón es el corazón de toda su familia y de su pueblo entero.
Bastan unos pocos corazones así, que se dejen reconciliar a fondo, para que la reconciliación se contagie a todo un pueblo.
Corazones como el de San Roque González de Santa Cruz, que fundó estas tierras y sus ciudades en la cultura del trabajo y en el perdón a los mismos enemigos. Corazón vulnerado al que el Señor revistió de incorruptibilidad!
Pueblo pródigo y rebelde; pueblo que sufriste en manos de salteadores; pueblo con una fuerte reserva espiritual: ¡Déjate reconciliar con Dios!
A nuestra Señora de Itatí le encomendamos esta reconciliación que transfigura el corazón de las personas y de los pueblos. Sus milagros más lindos han sido de presencia que retorna y de transfiguración que atrae con su gloria. Como decía Fray Luis de Gamarra en 1624: "... se produjo un extraordinario cambio en su rostro, y estaba tan linda y hermosa que jamás tal la había visto".
Esas transfiguraciones de nuestra Señora, que brotan de su corazón puro y amante son signo de predilección para con nuestro pueblo. Y son también anuncio: María de Itatí transfigurada nos transfigura. Nos dice la Palabra de Dios: “El que vive en Cristo es una nueva criatura. Lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente. Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con Él por intermedio de Cristo y nos confió el misterio de la reconciliación”.
Mirándola a ella comprendemos que: “Si el pecado es alejamiento y desencuentro, la reconciliación es acercamiento y reencuentro, superación de la enemistad y retorno a la comunión. Dios nos reconcilia en Cristo. Él es el principio y fin de una reconciliación filial, por la que el hombre arrepentido vuelve confiado a los brazos amorosos del Padre.”
Ella te invita, pueblo de la Patria: ¡déjate reconciliar con Dios!
Con ella le rogamos a Jesús y le pedimos, con las palabras del himno:
Que su Eucaristía ocupe el corazón del pueblo argentino
e inspire sus proyectos y esperanzas.
Corrientes 2 de setiembre de 2004.
Cardenal Jorge Mario Bergoglio, S.J., arzobispo de Buenos Aires
Este documento fue publicado como suplemento
del Boletín Semanal AICA Nº 2491 del 15 de setiembre de 2004
del Boletín Semanal AICA Nº 2491 del 15 de setiembre de 2004
A lo largo de la historia y en la praxis constante de la Iglesia, el «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18), concedida mediante los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia, se ha sentido siempre como una tarea pastoral muy relevante, realizada por obediencia al mandato de Jesús como parte esencial del ministerio sacerdotal. La celebración del sacramento de la Penitencia ha tenido en el curso de los siglos un desarrollo que ha asumido diversas formas expresivas, conservando siempre, sin embargo, la misma estructura fundamental, que comprende necesariamente, además de la intervención del ministro – solamente un Obispo o un presbítero, que juzga y absuelve, atiende y cura en el nombre de Cristo –, los actos del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción.(Carta Apostolica en forma de Motu Propio,Misericordia Dei).
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