El santo y el rey
Había
una vez un Rey, llamado Intelecto. Él poseía un experto cocinero que le
preparaba los más exquisitos manjares. El nombre de su cocinero era Curiosidad.
El Rey Intelecto amaba degustar los más variados y exóticos platos que su
cocinero le alcanzaba. Muchas veces, mientras lo hacía, elevaba sus ojos al
cielo, donde veía pasar las águilas, y se decía para sí mismo: “¡Cuándo podré
yo poseer alas como ellas, para remontarme a los más elevados cielos!” Pero...
luego de pensar así, bajaba nuevamente los ojos hacia su plato y sus manjares,
y continuaba degustando sus sabrosas comidas.
En
el bosque cercano al castillo del Rey había una humilde choza. En ella, un
Santo oraba día y noche. El nombre de este Santo era Devoción. Desde pequeño
conocía al que ahora era el cocinero real. Devoción, le había puesto un mote y
así, para sus adentros y con cierta ironía, lo llamaba “Interés Vacío”. De
tanto en tanto, éste pasaba por la choza del Santo Devoción, lo visitaba, y también
le ofrecía parte de los manjares que le servía al Rey. Sin embargo, Devoción
sentía un profundo rechazo por esos preparados, razón por la cual, pedía
siempre a Interés Vacío que los llevara lejos. ¿Y de qué se alimentaba
Devoción? Su alimento lo constituían los frutos del árbol llamado “Ver con
Claridad”. Él también observaba el paso de las águilas en el espacio, y como el
Rey Intelecto, anhelaba remontarse con ellas.
El
tiempo pasó. El Rey continuó deleitándose con los cada vez más exóticos platos
que le preparaba Interés Vacío. Y, es claro, tanto comió y comió y comió... que
engordó de modo que apenas se podía mover. Ya no pudo elevar la vista al cielo
para contemplar las águilas, porque era tal la magnitud de su cuerpo, que éste
le impedía levantar la cabeza. Un buen día, se olvidó completamente de las
águilas.
Durante
todo ese tiempo, Devoción siguió alimentándose con los frutos de su amado árbol
“Ver con Claridad”. Por cierto que, más los comía, menos hambre tenía, razón
por la cual, su peso disminuyó a tal punto, que se tornó sutil y liviano como
la brisa. Un día, mientras contemplaba las águilas, una de estas descendió
hasta él y, tomándolo suavemente de sus manos, lo elevó al cielo. Devoción,
pleno de dicha estaba acompañando a las águilas en su vuelo. En cierto momento,
el águila que descendiera a buscarlo le dijo: “Hijo mío, ya no es necesario que
te sujete para que vueles; ahora puedes hacerlo por ti mismo”. Entonces, lo
soltó y... Devoción, vio que podía andar libremente por el espacio. Se remontó
más y más, hasta que finalmente se elevó tanto que se unió al Padre de todas
las Águilas, al Gran Conferidor del Vuelo Perfecto, el cual es otorgado tan
solo a aquellos que se alimentan con los frutos del árbol “Ver con Claridad”, o
sea, leer en el corazón de todas las cosas, el Nombre del Dueño de la Vida para
adorarlo incondicionalmente a fin de hacerse Uno con Él.
¿Y el Rey
Intelecto? ¿Y Curiosidad, su atento y servil cocinero? Ellos todavía habitan el
reino de lo circunstancial... Es claro que... ¡cuidado! Hay águilas, siempre
hay águilas oteando en el espacio y, según dicen los santos como Devoción,
Intelecto y Curiosidades también despertarán un día, abandonarán la mesa de los
agradables banquetes y podrán -transmutados y bendecidos por el Cielo- gustar
el fruto que nace en los jardines del corazón. Ese fruto extraño y maravilloso
es el único capaz de conferir a los hombres -y a los Reyes- el milagro de las
alas, para que puedan remontarse a las alturas donde habita el Amor Supremo,
que es el más perfecto Conocimiento.
Ada D. Albrecht
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