Una hermosa mañana de primavera, cuando los arroyuelos cantaban alegres
Oh Jesús, yo quisiera ser como esos pájaros que veo en las alturas y llevar
Oh Jesús, ¡qué bella es la tierra, qué bellos paisajes diviso desde aquí! ¡Qué lindas las flores, que te ofrecen su hermosura, su fragancia y su color! ¡Qué bonitas las selvas, las montañas, los ríos, los valles, los árboles, los mares, los pájaros, los peces y el firmamento azul! ¡Qué bellos los hombres y los niños y las mujeres que reflejan en sus labios y en sus ojos tu sonrisa de Dios!
Mi alma enamorada te alaba a Ti, Señor. Mi alma enamorada te canta a Ti, Jesús. Mi alma se alegra con tu sonrisa y tu amor. Jesús, quisiera ser una pequeña flor en tu jardín del cielo. Quisiera ser una gotita de sangre de tu cáliz bendito. Quisiera ser una miga de pan consagrado y vivir en el cielo hermoso de tu Corazón.
María, Madre mía, quisiera amar a Jesús tanto como tú. Quisiera amarte tanto como Él. Quisiera ser tu pequeño Jesús y sentir tus caricias de madre... Abrázame contra tu Corazón para sentir tus latidos de amor que, como repiques de campanas, me llevan tu alegría y tu amor.
¡Qué felicidad pensar que Jesús vive en mí y yo en Jesús! ¡Su cielo está en mi corazón y yo estoy en el Corazón de Jesús!
Si la creación es tan bella... que me quedo extasiado ante la majestad del mar y de las olas... Si me quedo admirado ante los vuelos raudos de las gaviotas... Si los delfines me alegran con sus saltos alegres... Si el sol es tan hermoso con sus rayos de colores... ¿Cómo será Dios? ¿Cómo será su eterno cielo azul? Por eso, quiero entrenarme desde ahora para después cantarle mi amor por toda la eternidad. Quiero que, mi vida sea un canto de amor. Sí, un canto de amor. Te invito, hermano, a cantar ¿Sí? ¿Listos? Tú pones la música y yo pongo la letra. Inventa la música más linda para Jesús. Él se merece lo mejor.
Cántale así:
Caminando por las playas y ciudades de la tierra,
vi un día a Jesús a la orilla del camino.
Cansado y solitario me decía: "Hijo mío,
necesito tu ayuda, tu amor y tu servicio
para alegrar los caminos de este mundo”.
Y yo, sonriendo le decía: “Yo te amo y soy tu amigo.
¿Qué quieres que haga por Ti, Jesús mío?”
Y Él me respondía cantando: “Diles a mis hermanos que los amo.
Vete por el mundo y dales mi alegría”.
Y yo, caminando con Jesús, les hablaba de su amor.
Y yo, caminando con Jesús, sentía cada día más su amor.
Y mi alma enamorada le cantaba y le decía:
“Jesús, yo te amo. Jesús yo te adoro.
Jesús, yo te amo. Yo confío en Ti”.
Gracias, Jesús, por mi vida. Gracias, Jesús, por mi alegría.
Gracias, Jesús, por María. Gracias, Jesús, por tu amor. Amén.
MI ENTREGA
Era un día cualquiera de la historia de mi vida. Amanecía y el sol entre rayos de colores aparecía entre las montañas en todo su esplendor. Y yo desde mi ventana me sentía feliz mirando el cielo, respirando profundamente la alegría de vivir. Y decía: “Gracias, Señor, por este nuevo día. Gracias por la luz y las montañas. Gracias par mi vida. Gracias por tu amor”.
Casi al mismo tiempo una luz divina atravesó mi mente y lo comprendí todo. Dios estaba allí, me hablaba como un amigo y me sonreía. Dios me amaba y me bendecía y me invitaba a vivir en plenitud.
Sí, en aquel momento, sentí deseos de gritar al mundo sus errores, sentí deseos de despertar a los hombres de sus vanos ideales, sentí deseos de recorrer la tierra y predicar la luz, la alegría, la verdad, el amor y la vida. Sentí deseos de ser grande, de ser santo, de aspirar a las alturas, de llenar de una nueva luz el camino de mi vida. Quería dar sentido pleno a mi existencia y sentía que Dios esperaba mi respuesta.
Por eso, en aquella mañana de agosto, cuando los pájaros cantaban en el cielo y las flores sonreían en la tierra, allí mismo, de rodillas, le dije a Dios que SÍ, que me tomara de la mano y me guiara por la vida, que contara conmigo, porque quería seguirlo e irradiar su luz y su amor por este mundo.
En aquel instante, sentí la caricia del sol sobre mi rostro con más intensidad. Sentí que era el mismo Dios que me abrazaba y me acariciaba con la luz del sol y me sentí feliz. Comprendí que había nacido para ser feliz y hacer felices a los demás. Comprendí que debía ser espejo para reflejar la luz a los demás. Había nacido para hacer de mi vida una canción, una canción de eterna juventud. Una canción de vida y esperanza, una canción alegre y de alabanza al Dios del mar, del cielo y las montañas. Mi corazón palpitaba de emoción y cada latido era un acto de amor al Dios del cielo. Me sentía vivir en plenitud, porque una alegría divina me empapaba. Era feliz.
Pero ese mismo día, al atardecer, el sol desapareció entre las montañas, negras nubes aparecieron en el horizonte y, al poco rato, comenzó a llover. Sentí que era el mismo Dios que de nuevo me cubría con sus lágrimas, llorando por la ingratitud de tantas almas. Era el mismo Dios de la mañana, el mismo Dios amante y compasivo, el mismo que era Luz, Amor y Vida, que me decía con los ojos tristes: “Llora tú también por tus pecados y por toda la maldad de tus hermanos”. Y yo pensé en Jesús, lo vi en la cruz, clavado, ensangrentado, adolorido; vi su mirada triste, tierna y humilde, pidiéndome consuelo. Estaba solo y me pedía compañía. Y yo, al verlo tan Dios y tan humano, tan rico y tan necesitado, tan fuerte y tan debilitado. Me conmoví, me acerqué a su cruz, temblando por el miedo, vacilante e inseguro, sin saber qué podía yo hacer por consolarlo.
Y en aquel momento de mi vida me ofrecí a Él, diciéndole, llorando y compungido: “Aquí me tienes, mi Dios, estoy contigo ¿Qué puedo yo hacer por Ti para ayudarte? ¿Cómo puedo, tan pobre y débil, consolarte?”
En aquel momento me pareció que una estrella, más brillante que las otras, dirigía hacia mí su luz radiante y un rayo de su luz tocó mi rostro. Me sentí atraído irresistiblemente hacia la estrella y por el camino de luz que me trazaba quise caminar y subir hasta alcanzarla. Quería conocerla, empaparme de su luz y vivir dentro de ella. Y he aquí que, en ese momento, pensé que María era esa estrella y me sentí orgulloso de ser su hijo y amarla a través de las estrellas.
Cuando el silencio se apoderó de nuevo de la noche, me sentí contento. Mi vida era hermosa. Valía la pena vivir para Dios. Valía la pena vivir bien y en plenitud. Yo había nacido para triunfar en esta vida y no quería ser un fracasado. Quería ser útil a la humanidad. Tenía que cumplir bien la misión que mi Dios me había encomendado. Muchas, muchísimas almas las había puesto a mi cuidado y su salvación y santificación dependía ahora de mi respuesta, de mi generosidad, de mi entrega decidida a la causa del Señor.
Señor, mi Dios, aquí estoy, aquí me tienes, soy tuyo, haz de mí lo que Tú quieras. Estoy listo, empezamos cuando Tú quieras. No me pidas permiso para nada. Guíame a donde quieras. Yo confío en Ti. Sólo quiero decirte que te amo y quiero ser tuyo totalmente y para siempre. Gracias, Jesús, por haberme dado a María como Madre mía.
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