Celebrando la misericordia.
El Confesionario es el lugar,
donde el remordimiento, el desasosiego y
la busca de sanación se hacen evidentes. Es el ámbito sagrado donde
es posible –y muchos lo hacen- «dejar caer las máscaras», y el hombre es capaz
de mirarse a sí mismo, y de dejarse mirar por el Dios de la misericordia
infinita. Es el lugar de la verdad, y por ello, de la esperanza.
En el Confesionario, cuando la persona humana, consciente de su
condición de hija de Dios, se dispone con humildad, cuando se anima a expresar
su pecado, cuando se acusa y no se excusa, cuando encuentra un oído atento, una
mirada de misericordia, un consejo que eleva y da aliento, una invitación al
cambio, comienza a encontrar la libertad y la paz, el alivio.
Doy gracias a Dios por permitirme el ministerio de la Penitencia y
poder sentir, con alguna frecuencia, que mi pobre humanidad sirve de
instrumento a Aquél que ha venido a «liberar a los cautivos» y «devolver la
vista a los ciegos».
Pido la Gracia de poder acercarme cada día más al ideal que Juan
Pablo II señalaba a los confesores:
Pido la Gracia de poder ejercer cada día mi misión en el Tribunal
de la Misericordia como Juez
- que debe valorar tanto la gravedad de los pecados, como el arrepentimiento
del penitente– y a la vez como
médico -que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y
curarlo (RP 31)- con la divina ternura y con paciencia de Padre.
Que al intentar conocer mejor el estado de aquel a quien deba
ayudar a sanar, nunca torture
a nadie ni abra sin necesidad o infecte una herida, pero tampoco «siga de
largo» cuando la intuyo, aunque el penitente no haya logrado expresarla. Como
el Maestro con la Samaritana, a quien, luego de mirar con cariño y hablar con
paciencia, le ayudó a reconocer que el hombre con el cual
estaba no era su marido.
Que pueda inspirarme siempre en la sabiduría de la Iglesia, la
cual nos señala que «al interrogar, el sacerdote debe comportarse con prudencia
y discreción, atendiendo a la condición y edad del penitente» (CIC 979). Con la
delicadeza de quien no quiere añadir dolor, pero sabe que es necesario, muchas
veces, extirpar la raíz escondida para que desaparezcan los frutos agrios.
El pasado 20 de junio se cumplieron los 40 años de mi ordenación
sacerdotal. Ordenado por un santo Obispo, el Beato José María García Lahiguera.
¡Cuantas veces he deseado tener aunque fuera una migaja el amor y el fuego que
despedía D. José María, cuando hablaba del sacerdocio.!
En estos años en que confieso en la Basilica de la Virgen de los
Desamparados, si que recuerdo, con agradecimiento, algo que nos dijo en uno de
los retiros que nos dio antes de la ordenación. Señaló D. José María la
importancia urgente y necesaria de la celebración personal del sacramento de la
Penitencia. El encuentro con Dios
misericordioso, que cambia nuestra vida y nos reconduce al camino correcto, el
camino adecuado, el que Dios tiene señalado para cada uno de nosotros, de una
forma personal y única.. Un camino que si no recorro yo nadie va a hacerlo por
mí.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
(Tomado del Boletin nº 49 Camino a Betania, Junio 2016).
Gracias, Rafa, por recordarnos estas cosas a los confesores (que, a la vez somos o debemos ser también penitentes) así como el ejemplo el Arzobispo Don José maría que nos ordenó sacerdotes. Por cierto, nuestro condiscípulo César viene de Perú a pasar unos días aquí y quiere que nos veamos el día 2 de agosto en Moncada.
ResponderEliminar