Dios
es un misterio insondable que nos sobrepasa, a pesar de que al mismo tiempo nos
penetra por todas partes.. «¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables
sus caminos!». «Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más
altos que los vuestros» (Is/55/09). ¿Quien no ha experimentado, alguna vez, la
grandeza de Dios? Jesús la expresa también así, en respuesta al joven que le
había llamado «Maestro bueno»: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno
más que Dios» (Mc/10/18). La grandeza de Dios es, por tanto, también una
grandeza de bondad: a su lado nadie es realmente bueno. Este sentido de la
admiración y el respeto es sanamente saludable. No podemos reclamarnos de Dios,
como si lo tuviésemos al alcance de la mano y lo conociésemos.
Acerquémonos a él con respeto. Pongámonos en la escuela de Dios: «A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1. 18). «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14. 6/9).
La
salvación pasa a través de lo que podríamos denominar la mediación, esto es, a
través de los mismos hombres. No hay nada que objetar a esta realidad. Dios lo
quiere así. Lo cierto es que no se trata de una pretendida arbitrariedad de
Dios. Es la manera más adaptada a nuestra manera de ser. La revelación implica
el gran misterio de la acomodación de Dios a nosotros. Se ha mostrado a través
de hechos y palabras que podemos captar y en un torrente de amor, el mismo
Verbo se ha hecho hombre.
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