viernes, 16 de marzo de 2012

CARTA DE GÜIGO EL CISTERCIENSE AL HERMANO GERVASIO SOBRE LA VIDA CONTEMPLATIVA. (V)

XIII. COMO LAS DISTINTAS GRADAS ESTEN INTERRELACIONADAS ENTRE SI

Estas gradas están tan interrelacionadas entre sí y se prestan un servicio tan recíproco, que

las primeras de poco o nada sirven sin las siguientes y estas nunca o muy raramente se pueden

alcanzar sin las primeras. ¿Qué aprovecha de hecho, ocupar el tiempo de una lectura continua, tener

siempre en las manos vidas y escritos de santos si masticando y rumiando todo lo que leemos no

extraemos el zumo y lo hacemos penetrar en nuestra vida y de tratar de realizar aquellas obras de las

cuales nos gusta oír hablar? Pero, ¿cómo podremos reflexionar sobre todo esto y cómo podremos

tratar de no trasgredir, meditando cosas vanas e inútiles, los límites fijados por los santos Padres, si

antes no tomamos conocimiento de todo por escrito u oralmente? El conocimiento oral se refiere en

cierta manera a la lectura por lo que acostumbramos decir no solo de haber leído los libros que

leímos por nosotros mismos o por otros, sino también lo que habremos oído de nuestros maestros.

Es más: ¿Qué le aprovecha al hombre, si aún viendo en la meditación lo que debe hacer, no

está en condiciones de realizarlo con la oración y la gracia de Dios? Toda dádiva preciosa y todo

don perfecto provienen de arriba, del Padre de las luces, sin el cual nada podemos, sino que es El

que actúa en nosotros y aun sin nuestra cooperación. Somos, de hecho, cooperadores de Dios, como

dice el apóstol. Dios quiere que le pidamos, quiere que abramos nuestra voluntad hasta lo más

profundo a la gracia que llega y golpea a la puerta. El quiere que le brindemos nuestro

consentimiento. Este consentimiento fue el que El pidió a la Samaritana cuando le dijo: “Llama a

tu marido”, como si dijera: “Quiero darte mi gracia, tú ejerce tu libre albedrío”. Le exigía también

oración: “Si tú conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú misma le

habrías pedido a él el agua viva”. Oído esto del Señor, como lo habría podido entender en una

lectura, la mujer así instruida medito en su corazón que habría sido cosa buena para ella poseer de

aquella agua. Por consiguiente encendida del deseo de poseerla, formulo la oración diciendo:

“Señor dame de esa agua para que nunca más tenga sed”. Ahí está como la palabra del Señor y la

meditación la movieron a orar. ¿Cómo habría podido sentirse movida a pedir si la meditación antes

no la hubiese encendido? Por lo tanto, para que la meditación sea fructífera, es menester que la siga

a una fervorosa oración, de la cual la dulzura de la contemplación puede considerarse como su

efecto.

XIV. CONCLUSION DE LO PRECIDENTE

De lo expuesto podemos sacar las consecuencias de que la lectura sin la meditación es árida,

la meditación sin la lectura, va sujeta a errores, la oración sin la meditación, es tibia, la meditación

sin la oración no da frutos. La oración, hecha con fervor, permite alcanzar la contemplación.

Alcanzar la contemplación, sin la oración, es algo raro o milagroso.

Dios a cuyo poder nadie podrá jamás ponerle limitación y su misericordia llega a todas las

obras de sus manos, como puede suscitar las piedras, hijos de Abrahán así obliga a los duros de

corazón y a los rebeldes a aceptar su voluntad. Y por lo mismo casi prodigo, como reza un dicho

vulgar, toma el toro por las astas, cuando sin ser llamado interviene y sin ser buscado, se presenta.

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Lo que aunque se lea, que ha ocurrido a algunos, como a Pablo y a algún otro, no debamos

pretenderlo para nosotros, como tentado a Dios. Debamos, por el contrario, hacer lo que se nos

exige, es decir, leer y meditar la palabra del Señor, rogarlo para que venga e ayuda de nuestra

debilidad y vea nuestra imperfección, como El mismo nos enseño hacer: “Pedid y se os dará,

buscad y encontraréis, golpead y se os abrirá”. De hecho el reino de Dios se conquista con la

violencia y los violentos son los que lo conquistan.

Así dispuestos los fines deseados, pueden colegirse las propiedades de las varias gradas en

lo que se refiera a las relaciones entre ellas, y que efectos produzcan cada una en nosotros.

Bienaventurado el hombre cuyo ánimo, libre de todas las demás preocupaciones, desea siempre

sumergirse en estos cuatro momentos de elevación espiritual, y que vende todo lo que posee y

compra el campo donde está oculto el tesoro que desea, es decir, recogerse para ver cuán bueno es

el Señor. Vigilante y atento en la primera grada, mirando en su derredor, en la segunda, fervoroso en

la tercera, elevando sobre sí mismo, en la cuarta, sobre por estas ascensiones que ha adquirido en su

corazón, de virtud en virtud hasta que llegue a ver al Señor en Sión. Bienaventurado aquel a quien

se le otorgue permanecer, aunque sea por tiempo limitado, sobre esta grada suprema y que pueda

decir: “He aquí que experimento la gracia de mi Dios, he aquí que con Pedro y Juan contemplo su

gloria sobre el monto, he aquí que con Jacob gozo con los abrazos de Raquel”.

Pero cuídese este tal que, luego de esta contemplación por la que fue elevado hasta los

cielos, no vaya a caer en el abismo con una caída imprevista, y luego de una visita de esta índole, no

se vuelva a las vanidades mundanas y a los halagos de la carne. Mas cuando la debilidad y

fragilidad del espíritu del hombre no aguanta por más tiempo la luz del verdadero sol, vuelva a una

de las gradas por las cuales subió, con una bajada serena y ordenada. Descanse ora en una, ora en

otra alternativamente, según los impulsos de su libre albedrío, según el lugar y el tiempo y tanto

mas cerca de Dios y cuanto mas lejos de la primera grada. ¡Oh condición del hombre, cuán frágil y

miserable eres! Con la ayuda de la razón y con el testimonio de las Escrituras vemos claramente que

la perfección de la vida santa está contenida en estas cuatro gradas y que el hombre espiritual debe

ejercitarse en ellas. Pero, ¿quién es que transita por este sendero de la vida? ¿Quién es y lo

alabaremos? El quererlo es dado a muchos, el alcanzarlo, es de pocos. Quiera Dios que nosotros

seamos de estos pocos.

XV. LAS CUATRO CAUSAS QUE NOS APARTAN DE ESTAS GRADAS

Cuatro son en general los obstáculos que nos alejan de estas cuatro gradas: una necesidad

inevitable, la utilidad de una buena acción, la debilidad humana y las vanidades del mundo. La

primera se puede disculpar, la segunda tolerar, la tercera compadecer, y la cuarta es culpable. Es

verdaderamente culpable para aquel que se aleja de su propósito, por un tal motivo; mejor hubiese

sido que jamás hubiese conocido la gracia de Dios, antes que retroceder, luego de haberla conocido.

¿Qué disculpa podrá alegar por este pecado? El Señor podrá decirle con justa razón: “¿Qué más

podía hacer por ti que no lo haya hecho? No existías y te he creado, habías pecado y eras esclavo

del demonio y te he redimido, vagabas por el mundo con los impíos y te elegí. Te di mi gracia, te

coloque delante de mi, quería morar a tu lado, y tu me despreciaste y has seguido tus vanos

deseos”.Pero, ¡Oh Dios bueno, dulce, suave y tierno amigo, prudente consejero, firme ayuda, cuán

inhumano y cuán temerario es quien te rechaza, quien aleja de su corazón a un huésped tan humilde

y tan bondadoso! ¡Qué desafortunada y terrible substitución rechazar al propio Creador y admitir

pensamientos torpes y malos, y dejar para pensamientos inmundos y cerdos que la ensucian la

morada secreta del Espíritu Santo, es decir, la profundidad del propio corazón, orientados hasta

poco antes, a las alegrías celestiales.

Son aún ardientes en el corazón los rastros del pasaje del Esposo y ya se empeñan en entrar

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deseos adulterinos. Es indecoroso e insoportable que oídos que habían escuchado palabras que no es

lícito al hombre repetir, se rebajan con tanta facilidad a escuchar chismes y habladurías. Que ojos

recién bautizados con lágrimas santas, se vuelvan en un instante a mirar vanidades. Que lengua que

había cantado dulces epitalamios, que con palabras ardientes y persuasivas había reconciliado a la

esposa con el esposo y la había introducido a la cantina de vinos prelibados, se entregue a discursos

soeces, a decir tonterías, a tramas trampas y chismear. ¡Manténnos lejos de todo esto, Oh Señor!

Pero, si por humana debilidad tuviésemos que caer tan bajo, no desesperemos, sino que acudamos

una vez mas al medico lleno de clemencia, que levanta del polvo al miserable y de la basura levanta

al pobre. El que no quiere la muerte del pecador, nos sanará una vez más.

Pero ya es tiempo de poner término a esta carta. Roguemos todos al Señor que quite fuerza a

los obstáculos que hoy nos distraen de su contemplación y en adelante los suprima totalmente. Nos

guíe en la subida de las distintas gradas, de virtud en virtud, hasta ver a Dios en Sión. Ahí los

elegidos no probarán la dulzura de la contemplación de Dios con interrupciones como gota a gota,

sino que su sed será apagada como un torrente de placer, gozarán de una alegría sin fin que nadie

les quitara y tendrán paz sin cambios, la paz en El.

Tú, por lo tanto, Gervasio, hermano mío, si te será concedido llegar a la cumbre de esta

escala, acuérdate de mí y ruega por mí cuando estés en la alegría. De esta manera que se corran los

velos y el que oye diga: ¡Ven!

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