lunes, 26 de marzo de 2012

Gozar de la creación.

Florecer con la Primavera I: reeducar la mirada

              Finalmente llegó otro año más la primavera, pero de un modo nuevo. No hay un año que se le parezca a otro, como tampoco existen dos miradas iguales a pesar de que el color de los ojos sea el mismo. Los pájaros son los responsables de cantar esta fiesta que pasa desapercibida para la gran mayoría, pues muchas veces no somos capaces de ver más allá de nuestro discurrir cotidiano. Pero lo cierto es que para quien lo desea, para la persona que tiene su sensibilidad a flor de piel, esta época del año posee un encanto muy especial. La vida, una vez más, atraviesa el silencio desconsolador de la muerte para dejarse sentir, para adornar la tierra de belleza y aroma.
                Las personas, desempleados en esta tarea de vestir la naturaleza, poseemos un lugar especial en esta función. Nuestros sentidos nos abren a lo bello y a lo bueno. Cinco puertas por las que podemos captar todas las expresiones, cada matiz escondido tras lo que podemos ver, oler, escuchar, sentir y saborear. Creo que puede se interesante, a lo largo de estos días, decir algunas cosas a propósito de cada uno de estos ventanucos humanos.
               
La vista puede ser el primero de todos. Quizá puede estar bien, y más aún cuando vivimos en un tiempo en el que la imagen tiene un poder casi absoluto, comenzar por analizar cómo esta nuestra mirada. ¿Desde dónde miramos? ¿Qué miramos? ¿Por qué centramos nuestra atención en aquello en que lo hacemos? Las preguntas pueden ser un modo de abrirnos a la reflexión y de que podamos descubrir algunos aspectos de nosotros mismos. Todos tenemos respuestas a cada una de estas cuestiones e incluso a otras que cada uno podría formular. Lo relevante reside en la capacidad de darnos cuenta de la motivación que genera nuestro modo de mirar la realidad. En función de cómo sea esta forma de ver, así podremos admirar y reconocer la belleza hasta de lo más insignificante que puede estar aconteciendo.
                Pero para ver hay que arriesgarse a ver. Y una vez nos hayamos arriesgado habrá que considerar cómo es nuestra capacidad de apertura a lo nuevo. Sin apertura interior es imposible captar nada del exterior. Cuando uno se convierte en “vigía” de la vida es capaz de dejar de ver para poder contemplar, pues esto es algo que sólo posee el ser humano ya que ha nacido para esto mismo. Sólo desde aquí, desde este modo más profundo de admirar la realidad podemos ser capaces de captar lo invisible en lo visible. Es así cómo la persona es capaz de reconocer la dimensión sagrada de todo lo creado.
                El secreto de esta mirada reside en la capacidad de mirar sin prejuicios, sin pensar nada, simplemente dejando que lo que está delante de nosotros sea lo que es y, sobre todo, pueda sorprendernos. De este modo es como un árbol que pudiéramos ver todos los días deja de ser algo habitual y se convierte en extraordinario, pues podemos comenzar a admirar y reconocer la belleza de su forma, el verde de sus hojas, las vetas de su tronco, su silueta, el vaivén de sus ramas… en definitiva, la vida latente en él y que conecta con mi propia vida.
               Todo encierra dentro de sí la belleza y el encanto que la vida esconde en su interior. Está ahí fuera esperando ser contemplada, no sólo a ser vista. Vemos muchas cosas pero atendemos y descubrimos muy pocas. Sería sorprendente que esta primavera pudiéramos abrirnos a algo nuevo y que nuestros ojos pudiesen admirarlo y reconocerlo. Sólo si logramos acoger y reconocer las maravillas que nos rodean podremos iniciar un nuevo vivir.

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