La palabra
espiritualidad evoca muchas ideas diferentes que responden, a su vez, a diversos
modelos antropológicos y formas de concebir la vida cristiana. Frente a una
concepción dualista de la persona (compuesta de alma y cuerpo), y una teología
que coloca a Dios –y lo espiritual- en un cielo lejano a “los gozos y las
esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo...”
(Gaudium et Spes, 1), definiremos espiritualidad como la forma de vida del
discípulo de Jesús que se deja guiar por su Espíritu.
La espiritualidad
no es sólo la vida de oración. No es una parte de la vida cristiana, el rato que
dedicamos a hacer silencio o a nuestras devociones privadas, sino el conjunto de
nuestra vida, en todas sus dimensiones. Una vida verdaderamente cristiana,
espiritual, integrará esta dimensión con el resto de las dimensiones del ser
humano: política, social, económica, familiar, sexual, racional,... La vida
entera está llamada a ser vivida bajo la inspiración del Espíritu de
Jesús.
A lo largo de la
historia de la Iglesia el Espíritu ha ido animando a personas y comunidades a
descubrir nuevos acentos y formas de vivir. Algunas de estas formas de vida o
“espiritualidades” han tenido una importancia decisiva. Basta recordar el
movimiento franciscano en la Edad Media. La pregunta que nos inquieta ahora es:
¿podemos, al menos, clarificar algunos de los elementos que una espiritualidad
cristiana en el siglo XXI?
Para comenzar
andar es necesario, como nos pide Jesús en el Evangelio, revisar lo que hay en
nuestra bolsa para quedarnos con lo mejor y aligerar lo que es peso inútil. La
espiritualidad del siglo XX se ha ido viendo iluminada, sin lugar a dudas, por
las reivindicaciones de los grandes movimientos de renovación que desembocaron
en el Concilio Vaticano II: el bíblico, el litúrgico, el ecuménico, el
comunitario, el carismático, el catecumenal. A ellos hay que añadir la
conciencia afinada o despertada por todos los movimientos de liberación, en
especial el obrero, el feminista, el homosexual, el Negro y el de los pueblos
del Tercer Mundo. Que no falte, además, la sal de la nueva conciencia ecológica
y planetaria, mitad globalizada, mitad nacionalista (entendiendo el nacionalismo
como la defensa en diálogo de lo que cada cultura y pueblo aporta a la gran
familia humana: su lengua, constumbres, tradiciones, idiosincrasia...).
Una espiritualidad
para el siglo XXI debe ser evangélica, poner a Jesús en el centro y tener en el
discipulado, en el seguimiento activo de Jesús desde una comunidad, el modelo
más eficiente sobre el que construir esa vida inspirada por el Espíritu Santo y
en permanente búsqueda de la voluntad del Padre en un mundo que es nuestro reto
y lugar teológico permanente.
Una espiritualidad
renovada debe recobrar la presencia de las disciplinas espirituales,
herramientas o prácticas que nos permiten responder al Señor y ser más maleables
al Espíritu. Entre ellas hemos de redescubrir la importancia de la oración
personal y comunitaria, cuyos cimientos son el silencio y la soledad. En un
mundo incapaz de “cerrar la puerta” para hablar al Padre en lo escondido, ¿cómo
plantear una vida interior rica y profunda? Hemos de recuperar el sentido
profundo y cristiano (no siempre se han practicado cristianamente) de otras
disciplinas ascéticas como la meditación, el ayuno y la abstinencia (cada uno
sabe de qué debe ayunar pues conoce debe conocer los apegos de su corazón), la
penitencia, la limosna, las obras de misericordia... Hemos, finalmente, de
revalorar el acompañamiento espiritual, limpiando las resistencias que llevaron
a la desaparición del modelo de dirección espiritual directivista e
infantilizadora.
En resumen, hemos
de caminar hacia una espiritualidad que nos lleve del inmovilismo
tradicionalista al conocimiento y respeto por la tradición desde la obediencia
creativa al Espíritu, una espiritualidad radicalmente laica y de discipulado
basada en la Palabra de Dios, profundamente contemplativa, encarnada en la
realidad cultural, política y social desde la opción por los pobres, con una
nueva visión del ser humano, desde una concepción positiva de la sexualidad y el
matrimonio, creadora de intimidad y silencio, capaz de admiración ante la
naturaleza, con una opción por la sencillez de vida frente al consumismo, vivida
desde los sacramentos, en diálogo ecuménico y desde la integración del trabajo y
el ocio.
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