La Iglesia
tiene necesidad de su perenne Pentecostés. Necesita fuego en el corazón,
palabras en los labios, profecía en la mirada. La Iglesia necesita ser templo
del Espíritu Santo, necesita una pureza total, vida interior. La Iglesia tiene
necesidad de volver a sentir subir desde lo profundo de su intimidad personal,
como si fuera un llanto, una poesía, una oración, un himno, la voz orante del
Espíritu Santo, que nos sustituye y ora en nosotros y por nosotros “con gemidos
inefables» y que interpreto el discurso que nosotros solos no sabemos dirigir a
Dios. La Iglesia necesita recuperar la sed, el gusto, la certeza de su verdad, y
escuchar con silencio inviolable y dócil disponibilidad la voz, el coloquio
elocuente en la absorción contemplativa del Espíritu, el cual nos enseña “toda
verdad”.
A
continuación, necesita también la Iglesia sentir que vuelve a fluir, por todas
sus facultades humanas, la onda del amor que se llama caridad y que es difundida
en nuestros propios corazones “por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”. La
Iglesia, toda ella penetrada de fe, necesita experimentar la urgencia, el ardor,
el celo de esta caridad; tiene necesidad de testimonio, de apostolado. ¿Lo
habéis escuchado, hombres vivos, jóvenes, almas
consagrados, hermanos en el sacerdocio? De eso tiene necesidad la Iglesia. Tiene
necesidad del Espíritu Santo en nosotros, en cada uno de nosotros y en todos
nosotros a la vez, en nosotros como Iglesia. Sí, es del Espíritu Santo de lo
que, sobre todo hoy, tiene necesidad la Iglesia. Decidle, por tanto, siempre:
“jVen!” (Pablo VI, Discurso del 29 de noviembre de
1972).
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