Casiano resume de este modo la doctrina de los antiguos: “Es necesario construir este edificio de todas las virtudes y preservar el espíritu de toda suerte de distracciones, a fin de que pueda acostumbrarse poco a poco a la contemplación de Dios y a la visión de las cosas celestiales. Todo lo que ocupa nuestra alma antes de la hora de la oración se presenta necesariamente a nuestro pensamiento cuando rezamos. Por eso es necesario ponernos de antemano en las disposiciones en que deseamos estar durante la oración. Encontraremos, en medio de nuestras obras de piedad, la impresión de los actos y palabras que las habrán precedido. Su recuerdo se burlará de nosotros y nos volverá enojados o tristes, si así estuvimos antes. Volveremos a encontrar los deseos y pensamientos que nos ocupaban y que nos harán recaer, para nuestra vergüenza, en la distracción, o bien reír tontamente de una palabra o acción graciosa” (Casiano, Conferencias 9, 2).
Reconocemos en estas lecciones tan prácticas los tres instrumentos de las buenas obras de la Regla de San Benito: “No gustar de hablar mucho. No decir palabras vanas o que lleven a risa. No gustar de reír con mucha frecuencia o de forma muy ruidosa” (San Benito, Regla 4, 52-54).
Nosotros debemos entonces, para desarrollar en nosotros la vida espiritual y obtener el espíritu de oración, no solamente conocer nuestros defectos y combatirlos, sino además apartar las
preocupaciones vanas y reprimir la multitud y la confusión de pensamientos inútiles, todo lo que lleva a la ligereza y a la movilidad de nuestro espíritu; mortificar la curiosidad, es decir, el deseo de saber, de ver y de escuchar, que dispersa nuestra alma y la expande hacia fuera, haciéndola perder el gusto por las cosas espirituales. La admirable ley del silencio, establecida en las Órdenes religiosas, no tiene otra meta que la de forzar al alma a recogerse y a retirarla poco a poco de la vida de los sentidos; pero, como se comprende fácilmente, esta ley del silencio exterior sería vana, si el alma no se aplicara a ordenar su imaginación; el peligro, por ser menos exterior, es aun más temible. Esta es una enfermedad que los antiguos conocían mucho menos que nosotros, pero con la cual hay que contar seriamente hoy en día.
Las educaciones de hoy son raramente fuertes y viriles. A los niños se los habitúa a una ociosidad moral que es el fruto de la ignorancia en la cual se los abandona. De allí viene que con mucha frecuencia la piedad no sea más que un sueño sentimental, nebuloso y vago, que es la muerte del espíritu de oración. Además, muchos cristianos, después de haberse dedicado con celo a las buenas obras, se encuentran invadidos por frivolidades y puerilidades. ¡Cómo asombrarse entonces de que, llegada la hora de la oración, el alma no se vea enseguida arrastrada a esos sueños vacíos, que no pueda aplicarse sin trabajo y esfuerzo a los misterios de nuestra santa fe y que el recogimiento no se infunda sobre ella como de improviso!
La imaginación tiene un lazo estrecho con los sentidos; y, si no es dominada y reprimida, no podremos nunca rezar con esa oración pura de la cual habla Casiano: “El alma, dice, se eleva en la oración según el grado de su pureza. Mientras más se aleja de la vista de las cosas materiales y terrestres, más se purifica y ve interiormente a Jesucristo en los abajamientos de su vida o en la majestad de su gloria… Sólo contemplan la divinidad con un ojo puro aquellos que se alejas de las obras y pensamientos bajos y terrestres para subir hacia Él sobre la montaña elevada de la soledad donde, libres del tumulto de las pasiones y emancipados de todos los vicios, contemplan con la claridad de su fe y de lo alto de su virtud, la gloria y la belleza de su rostro, que merecen ver sólo aquellos que tienen un corazón puro” (Casiano, Conferencias 10, 6). Así un alma que quiere avanzar en el espíritu de oración y obtener la unión con Dios debe esforzarse por borrar los pensamientos vanos e inútiles y aplicarse, en cuanto esté en ella, a no perder de vista nunca la presencia de Dios. Esta es también la doctrina de san Benito: “En todo lugar, saberse con certeza bajo la mirada de Dios” (San Benito, Regla 4, 49). Y esto debe ser verdadero tanto durante las recreaciones como en el silencio de la celda, durante la lectura y el trabajo manual, que todos los Padres miraban como un auxiliar del espíritu de oración: “Pues, decía Casiano hablando de los religiosos de Oriente, es difícil decir si es para meditar mejor que ellos se ocupan sin cesar en trabajos manuales, o si es por esta asiduidad en el trabajo, que adquieren tanta piedad, ciencia y luz” (Casiano, Instituciones, libro 2, cap. 14). Esta es también la razón de las ocupaciones continuas en las cuales se emplea la vida en los monasterios. Es un auxilio para unirse a Dios; y el trabajo manual, determinado por la obediencia, es como un ancla firme e inmóvil que fija la ligereza del espíritu, dejándole libre para volar hacia Dios.
R. Mère Cécile Bruyère, La vie spirituelle et l’oraison, d’après la Sainte Écriture et la tradition monastique, Cap. 7.
Autora: Madre Cecilia Bruyére, (1845-1909) primera abadesa de la Abadía Santa Cecilia de Solesmes (Fracia), fue una figura influyente en la historia de la espiritualidad francesa de fines del Siglo XIX y comienzos del XX. Fiel discipula de el Abad Dom Próspero Guéranger, restaurador de la Orden benedictina en Francia después de la Revolución francesa, escribió la obra La vie spirituelle et l’oraison, d’après la Sainte Écriture et la tradition monastique, de la cual tomamos el fragmento que copiamos abajo para la meditación de nuestros lectores.
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