La reconciliación: don
de Dios:
La reconciliación es un don de Dios:
Rom 5, 11; 2Cor 5, 18-21; Ef 2, 14-18.
Reconciliación con Dios:
Rom 5, 10; Rom 8, 15; 2Cor 5, 19; 1Jn 3, 1-2.
Reconciliación con uno mismo:
Lc 15, 17; Gál 5, 1; Col 3, 4; Col 3, 9-11.
Reconciliación con los demás:
Mt 5, 24; 1Cor 12, 12-13; Ef 4, 1-6; Col 3, 12-15.
Reconciliación con la creación:
Rom 8, 19-23; 1Cor 3, 21-23; Col 1, 19-20.
Enumeramos los aspectos que acompañan a la celebración de la
Reconciliación.
Examen de conciencia.
El examen de conciencia ha sido una
práctica recomendada por la Iglesia desde la antigüedad. De hecho, este examen
está incluido en las oraciones oficiales de la Iglesia, al final de cada día,
cuando se rezan las completas. Es un examen profundo que revisa los actos
personales, reconociendo todas las veces en las que agradamos a Dios durante el
día y los momentos en los que le hemos ofendido; así como las veces en las que
hemos dado testimonio de nuestro compromiso con Él y aquellas en las que nos ha
vencido la tentación. Este es el mismo examen que se hace antes de la
Confesión, solo que en este caso hay que revisar la vida desde la última
Confesión hasta el presente.
La Confesión no tiene efecto si no hay un buen examen de conciencia, a
partir del cual se toma conciencia de los pecados cometidos.
Una de las ventajas de la Confesión frecuente es evitar el olvido de los
pecados. Si una persona se confiesa cada año, seguramente habrá muchos pecados
olvidados, porque será imposible guardar un recuerdo preciso de todo lo
cometido en un año. Claro está que Dios perdona todos los peca-dos, incluso los
olvidados, pero que no sea por pereza nuestra que los hayamos olvidado, por
haber dejado pasar mucho tiempo después de la última Confesión. Es preciso para
ello pedirle al Espíritu Santo que nos ayude a tener una conciencia delicada de
lo que estamos examinando, para procurar un alma más sensible, recta y pura.
Contrición del
corazón.
Dice el Concilio de Trento que la contrición es “un dolor del alma y una
detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar” (DS, 1676).
El examen de conciencia no nos puede dejar indiferentes. No es solo cuestión de
reconocer las faltas, sino de sentir dolor por los pecados, porque con ellos
ofendemos a Dios y nos alejamos de Ël. La contrición del corazón es dolor y
“toma de conciencia” del mal que hemos hecho; es un movimiento del alma, que
reconoce la maldad que se ha cometido y lleva al arrepentimiento. En este
sentido, existen tres clases de contrición o arrepentimiento: La contrición
perfecta, aquella tristeza o pesar por haber ofendido a Dios por ser Él quien
es, infinitamente bueno y digno de ser amado. Esta contrición obtiene el perdón
de los pecados veniales y también el de los mortales, si comprende la firme
resolución de recurrir a la Confesión sacramental. La contrición imperfecta,
también llamada atrición. Es una tristeza de habernos apartado de
Dios Padre y de los caminos que nos ofrece en su Hijo Jesucristo y la
fortaleza y Luz que garantiza con el don de su Espíritu.. Y el remordimiento,
es decir, el disgusto por haber hecho algo malo que no quisiéramos haber hecho.
No es la tristeza de ofender a Dios, sino de haber hecho algo que no hubiéramos
querido hacer.
Confesión de los
pecados.
¿Cuándo fue la última vez que te confesaste? pregunta el sacerdote al
penitente. Al parecer el Sacramento de la Confesión está en crisis, no
solamente porque nos cuesta reconocer los propios errores, sino porque
confiamos poco en Dios. Nos hemos vuelto autosuficientes a tal punto que, en
muchos casos, nos inventamos las maneras de justificar nuestro pecado. El mismo
Papa Juan Pablo II afirma: “Al hombre contemporáneo parece que le cuesta más
que nunca reconocer los propios errores… parece muy reacio a decir ‘me
arrepiento’ o ‘lo siento’; parece rechazar instintivamente y con frecuencia irresistiblemente,
todo lo que es penitencia, e
n el sentido del sacrificio aceptado y practicado
para la corrección del pecado” (Reconciliatio et paenitentia 26). El Catecismo
de la Iglesia Católica dice que “la Confesión de los pecados, incluso desde el
punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación
con los demás. Por la Confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se
siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios
y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro (CIC
1455). La Confesión libera. Muchos penitentes me lo han dicho: “Me siento como
nuevo después que me confesé.” Es una liberación espiritual y también
psicológica. En la Confesión, es la gracia de Dios la que actúa. El “decir los
pecados”, aunque sea difícil, aunque cause vergüenza, aunque signifique una
humillación personal, es el ejercicio instituido por Jesucristo para
perdonarnos de los pecados cometidos. La Confesión debe ser sincera y verdadera
(no debo ocultar nada de todos los pecados que recuerdo, por muy feos que
sean), completa (hay que confesar todos los pecados que se recuerden en ese
momento; por eso es conveniente hacer un buen examen de conciencia), sencilla y
humilde (con pocas palabras y sin rodeos), discreta y prudente (sin acusar a
nadie ni confesar los pecados de otros). Omitir voluntariamente un pecado grave
hace más grave el pecado. En el caso de que se olvide un pecado, se debe
confesar en la Confesión siguiente. En la Confesión, hay que confesar todos los
pecados graves y, aunque no es obligatorio, es siempre provechoso confesar
también los pecados venia-les, para ir fomentando una mejor y más delicada
conciencia. A la Confesión pueden acceder todos los católicos bautizados y
arrepentidos, con el propósito firme de no volver a pecar. Una persona que vive
en una condición de pecado o de irregularidad moral pública, lamentablemente no
puede valerse del Sacramento de la Confesión ni acceder a la Sagrada Comunión
hasta que no regularice su situación.
Propósito de enmienda.
Dios es un Padre de amor. Es a Él a quien ofendemos cuando pecamos. La
Confesión de los pecados es la firme resolución de no ofender más a Dios. Esto
hay que hacerlo antes de confesarse. Luego el mismo Jesús nos dirá: “Vete y no
peques más” (Juan 8,11), es nuestro “volver a Dios” para quedarnos con Él.
Claro está que la confesión no sería válida si no tuviéramos esté propósito. Es
nuestro corte definitivo con el pecado de una vez para siempre. Esto no
significa que el pecador no vaya a pecar nunca más en su vida, pero sí que está
resuelto a evitar, en la medida de todas sus posibilidades, toda ocasión que
pueda hacerle ofender a Dios. Pero es más que eso. No es solo no ofender a
Dios, sino tomar la decisión de amar a Dios cada vez más; de aprovechar cada
ocasión para morir a nosotros mismos y a nuestros deseos, para demostrarle al
Señor nuestro decidido amor.
Cumplir la penitencia.
La Confesión es como ir al médico. Al final de la consulta, el doctor nos recomienda
una medicina. Claro que la penitencia no es exactamente igual a la medicina,
pero es parecida. Si no se cumple la penitencia, no quedamos sanados de los
pecados. La penitencia es una manera de “satisfacer” a Dios por el mal que
hemos hecho. La penitencia la impone el sacerdote y puede consistir en rezar
una o varias oraciones, hacer una obra de caridad, restituir el mal causado,
pedir perdón, etc.
El fin y el efecto de este sacramento es la reconciliación con Dios, además
que nos ofrece las gracias necesarias para no pecar más. Es un sacramento muy
valioso para cultivar un corazón puro y dedicado a Cristo. Es allí donde nos
encontramos con el Señor, que nos espera para unirnos más fuertemente a su
corazón, para disponernos a dar testimonio de su amor.
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