"¡Oh Señor del cielo y de la tierra! ¡Que es posible que aun estando
en esta vida mortal se pueda gozar de Vos con tan particular amistad! ¡Y que
tan a las claras lo diga el Espíritu Santo en estas palabras, y que aun no lo queramos entender! ¡Qué son los regalos
con que tratáis con las almas en estos Cánticos! ¡Qué requiebros, qué
suavidades!, que había de bastar una palabra de éstas a deshacernos en Vos.
Seáis bendito, Señor, que por vuestra parte no perderemos nada. ¡Qué de caminos,
por qué de maneras, por qué de modos nos mostráis el amor! Con trabajos, con
muerte tan áspera con tormentos, sufriendo cada día injurias y perdonando.
Y no sólo con esto, sino con unas palabras tan heridoras para el alma que
os ama, que la decís en estos Cánticos (y) la enseñáis que os diga, que no sé
yo cómo se pueden sufrir, si Vos no ayudáis para que las sufra quien las
siente, no como ellas merecen, sino conforme a nuestra flaqueza.
Pues, Señor mío, no os pido otra cosa en esta vida, sino que me beséis con
beso de vuestra boca, y que sea de manera que aunque yo me quiera apartar de
esta amistad y unión, esté siempre, Señor de mi vida, sujeta mi voluntad a no
salir de la vuestra; que no haya cosa que me impida pueda yo decir, Dios mío y
gloria mía, con verdad que son mejores tus pechos y más sabrosos que el vino".
(Santa Teresa de Jesús. Los conceptos del amor de Dios, cap. 3, v. 14-15).
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