Hoy las lecturas nos recuerdan una acción tan humana como la acción de gracias. El agradecimiento, la postura de esperanza confiada, la alegría, no son precisamente signos muy visibles en nuestra Iglesia. El mismo acto de acción de gracias que constituye nuestra reunión más importante parece convertido, las más de las veces, en un acto frío y gris donde todo está perfectamente sometido a unas reglas formales y pasivas.
Nuestra oración hace más hincapié en pedir cosas que en agradecer otras muchas, y la participación y reconocimiento de los sencillos, de los de a pie, en nuestro sistema institucional deja mucho que desear.
Los que parecen extraños, los que no parecen buenos, los que son de otra manera distinta, incluso los que calificamos de rebeldes y poco religiosos, pueden estar más próximos a Dios que nosotros mismos y hacerlo presente de un modo más eficaz que el nuestro.
Pero reconocerlo es peligroso para nuestra seguridad, para nuestro ordenamiento institucional, para nuestra pretendida verdad total, aunque el Evangelio nos lo repita constantemente y nos invite a ser más abiertos, más sencillos, más inquietos y más agradecidos.
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