viernes, 16 de marzo de 2012

CARTA DE GÜIGO EL CISTERCIENSE AL HERMANO GERVASIO SOBRE LA VIDA CONTEMPLATIVA. (III)

III. CUAL ES LA FUNCION DE CADA UNA DE LAS GRADAS

La lectura busca la belleza de la vida bienaventurada, la meditación la encuentra, la oración

la pide y la contemplación la experimenta. La lectura lleva, si se me permite la expresión, el

alimento a la boca, la meditación, lo mastica y lo tritura, la oración busca el gusto y la

contemplación es la misma dulzura que da alegría y deleita. La lectura queda en la corteza, la

meditación, penetra en la pulpa, la oración esta en la búsqueda plena de anhelo, la contemplación en

el gozo de la dulzura alcanzada. Para que pueda comprenderse con mayor claridad, proponemos,

entre otros medios posibles, un ejemplo.

IV. FUNCION DE LA LECTURA

En la lectura escucho las siguientes palabras: “Bienaventurados los limpios de corazón,

porque verán a Dios”. Es una frase breve pero llena de múltiples resonancias y de dulzura para la

nutrición del alma, ofrecida como un racimo de uva. El alma, luego de haberlo estudiado y

observado bien, dice a sí misma: aquí puede haber alguna cosa buena, entraré en mi corazón y

tratará de ver si me será posible comprender y encontrar esta pureza. Y efectivamente es una cosa

preciosa y deseable, ensalzada en muchos pasajes de la Sagrada Escritura, y quien la posee es

llamado bienaventurado y tiene prometida la visión de Dios, es decir, la vida eterna. En el deseo de

explicarse y de entender mejor todo esto, comienza por masticar y triturar la uva, y la pone, por así

decir, en el lugar, mientras mueve la razón para que investigue lo que es, y como puede alcanzarse

esta pureza tan valiosa.

V. FUNCION DE LA MEDITACION

V. FUNCION DE LA MEDITACION

Se pasa luego a una atenta meditación que no queda en el exterior ni se queda en la

superficie, sino que dirige sus paso más arriba, penetra en el interior, y se hurga las cosas una por

otra. Considera atentamente que no se ha dicho: Bienaventurados los puros del cuerpo sino del

corazón, porque no basta no tener las manos manchadas por malas acciones, si nuestro espíritu no

se ha purificado de los malos pensamientos. Y lo confirma el profeta con su autoridad al decir:

“¿Quién podrá llegar a la intimidad con el Señor? ¿Quién podrá estar cerca de Él? Solamente

aquel que tiene las manos inocentes y puro corazón”. Y aún ten en cuenta, cuanto desea esta pureza

el mismo profeta cuando ruega así: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro”. Y todavía: “Si hubiese

visto la iniquidad de mi corazón, el Señor no me habría escuchado”. Piensa cuánto cuidaba Job su

corazón que le había exclamar: “He hecho un pacto con mis ojos de que jamás miraría a una

doncella”. ¡Qué violencia se hacía este santo varón que cerraba los ojos para no ver la vanidad y

para imprudentemente no mirarse lo que sin querer luego podría haber deseado! Luego de haber

considerado estas y otras cosas semejantes sobre la pureza del corazón, la meditación comienza a

pensar en el premio, es decir, cuanta gloria y cuanta alegría experimentaría al ver el deseado rostro

del Señor, el más hermoso entre los hijos de los hombres, no más rechazado ni despreciado ni

tampoco con el aspecto que le dio su madre, sino revestido de un manto de inmortalidad y coronado

de la Resurrección y de la gloria, “el día que hizo el Señor”. Piensa que en esta visión estará

aquella saciedad de la que habla el profeta: “Me sentiré satisfecho cuando aparecerá tu gloria”.

¿Ves cuánto zumo brotó de un racimo de uva tan pequeño? ¿Cuánto fuego se produjo de una

pequeña chispa? ¿Cuánto haya crecido bajo la bigornia de la meditación, esta masa tan pequeña del

“bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios”? Y ¿cuánto más podría crecerse se

aplicara a ella alguien más experimentado? Y de hecho intuyo que es este pozo profundo, pero que

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yo, aún aprendiz sin experiencia, apenas he podido sacar esas pocas cosas. El alma inflamada por

estas brasas e impulsada por estos anhelos, quebrando el cristal, comienza a oler el perfume, no aún

el gusto, por así decirlo, con el olfato y deduce cuándo dulce deba ser la experiencia de esta pureza,

cuya sola meditación esta llena de gozo. Pero, ¿y qué se puede hacer? Arde el deseo de alcanzarla,

pero no encuentra nada a la mano para poder tomarla, y cuanto más se acerca, tanto más aumenta la

sed. Y mientras se dedica a la meditación, conoce también el dolor, puesto que no siente la dulzura

que la meditación le muestra, sin dársela aun, la pureza del corazón que ella contiene. Porque, de

hecho, no depende de quien lee y medita advertir tal dulzura, si no le viene dada a lo alto. Y

asimismo leer y meditar es común de los buenos y los malos, y los mismos filósofos paganos

encontraron, con la ayuda de la razón, en qué consistía la esencia del verdadero bien. Y porque

luego de haber conocido a Dios le negaron la gloria que como Dios le correspondía, y confiando

presuntuosamente en sus fuerzas afirmaban: “Ensalzaremos nuestra lengua, la lengua nos hace

fuertes”, no merecieron alcanzar lo que habían podido vislumbrar, y se perdieron en las vanidades

de sus raciocinios. Toda su sabiduría quedo inútil, sabiduría que les llegaba de las ciencias humanas,

y no del espíritu de sabiduría que es el solo de la verdadera sabiduría, deliciosa, que alegra y deleita

con inestable gusto el alma que la posee. De esta sabiduría se dijo: “La sabiduría no entrara en un

alma que obra mal”.

De hecho ella viene solamente de Dios y como el Señor, si bien ha concedido a muchos el

oficio de bautizar, se retuvo para si el poder y la autoridad de perdonar los pecados en el bautismo,

tanto que Juan distinguió bien cuando dijo: “Es él que bautiza”, lo mismo podemos decir de El: “Es

El que da gusto a la sabiduría y que hace delicioso al alma su conocimiento. La palabra es ofrecida
a todos, la sabiduría del Espíritu, a pocos, y Dios la distribuye a quien quiere y cuando quiere”.

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