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domingo, 28 de julio de 2013
Catequesis de Juan Pablo II sobre el Sacramento de la Reconciliación.
Catequesis de Juan Pablo II sobre el Sacramento de la Reconciliación.
1. El camino hacia el Padre, motivo de reflexión en este año de preparación al gran Jubileo, implica también el redescubrimiento del sacramento de la Penitencia en su significado profundo de encuentro con Él, que perdona mediante Cristo en el Espíritu (cf. Tertio Millennio Adveniente, 50).
Son numerosos los motivos por los que es urgente hacer una seria reflexión en la Iglesia sobre este sacramento. Lo exige, ante todo, el anuncio del amor del Padre, como fundamento de la vida y de la acción del cristiano, en el contexto de la sociedad actual, donde con frecuencia se ofusca la visión ética de la existencia humana. Muchos han perdido la dimensión del bien y del mal porque han perdido el sentido de Dios, interpretando la culpa únicamente según perspectivas psicológicas o sociológicas. En segundo lugar, la pastoral debe dar un nuevo impulso a un itinerario de crecimiento en la fe, que subraye el valor del espíritu y de la práctica penitencial en toda la vida cristiana.
2. El mensaje bíblico presenta esta dimensión "penitencial" como compromiso permanente de conversión. Hacer obras de penitencia supone una transformación de la conciencia, que es fruto de la gracia de Dios. Sobre todo, en el Nuevo Testamento, se exige la conversión como decisión fundamental a aquellos a quienes se dirige la predicación del reino de Dios: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15; cf. Mt 4,17). Con estas palabras Jesús inicia su ministerio, anuncia el cumplimiento de los tiempos y la inminencia del reino. Este "convertíos" (en griego: "metanoéite") es un llamamiento a cambiar de manera de pensar y de comportarse.
3. Esta invitación a la conversión constituye la conclusión vital del anuncio hecho por los apóstoles después de Pentecostés. En él, el objeto del anuncio queda totalmente explícito: ya no es genéricamente el "reino", sino más bien la obra misma de Jesús, integrada en el plan divino predicho por los profetas. Al anuncio de lo que ha tenido lugar con Jesucristo muerto, resucitado y vivo en la gloria del Padre, le sigue la apremiante invitación a la "conversión", a la que está ligada el perdón de los pecados. Todo esto aparece claramente en el discurso que Pedro pronuncia en el pórtico de Salomón: "Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Cristo padecería. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados" (Hch 3,18-19). Este perdón de los pecados, en el Antiguo Testamento, fue prometido por Dios en el contexto de la "nueva alianza", que Él establecerá con su pueblo (cf Jer 31,31-34). Dios escribirá la ley en el corazón. En esta perspectiva, la conversión es un requisito de la alianza definitiva con Dios y al mismo tiempo una actitud permanente de aquel que, acogiendo las palabras del anuncio evangélico, pasa a formar parte del reino de Dios en su dinamismo histórico y escatológico.
4. El sacramento de la Reconciliación transmite y hace visible de manera misteriosa estos valores fundamentales anunciados por la Palabra de Dios. Reintegra al hombre en el contexto salvífico de la alianza y los vuelve a abrir a la vida trinitaria, que es diálogo de gracia, circulación de amor, don y acogida del Espíritu Santo.
Una relectura atenta del "Ordo Paenitentiae" ayudará mucho a profundizar, con motivo del Jubileo, en las dimensiones esenciales de este sacramento. La madurez de la vida eclesial depende en gran parte de su redescubrimiento. El sacramento de la Reconciliación, de hecho, no se circunscribe al momento litúrgico-celebrativo, sino que lleva a vivir la actitud penitencia en cuanto dimensión permanente de la experiencia cristiana. Es "un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro con la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar" ("Reconciliatio et paenitentia", 31,III).
5. Por lo que se refiere a los contenidos doctrinales de este sacramento, me remito a la exhortación apostólica "Reconciliatio et paenitentia" (cf. nn.28-34) y al "Catecismo de la Iglesia Católica" (cf. nn.1420-1484), así como a las demás intervenciones del Magisterio eclesial. En estos momentos deseo recordar la importancia de la atención pastoral necesaria para valorar este sacramento en el pueblo de Dios, para que el anuncio de la reconciliación, el camino de conversión y la misma celebración del sacramento puedan tocar aún más los corazones de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo.
En particular, deseo recordar a los pastores que para ser buenos confesores hay que ser auténticos penitentes. Los sacerdotes saben que son depositarios de una potestad que viene de lo alto: de hecho, el perdón que transmiten es "signo eficaz de la intervención del Padre" ("Reconciliatio et paenitentia", 31,III) que hace resucitar de la muerte espiritual. Por esto, viviendo con humildad y sencillez evangélica una dimensión tan esencial de su ministerio, los confesores no deben descuidar su propia perfección y actualización en su formación para que no desfallezcan en esas cualidades humanas y espirituales que son tan necesarias para la relación con las conciencias.
Pero, junto a los pastores, toda la comunidad cristiana debe quedar involucrada en la renovación pastoral de la Reconciliación. Lo impone el carácter eclesial propio del sacramento. La comunidad eclesial es el seno que acoge al pecador arrepentido y perdonado y, antes aún, crea el ambiente adaptado para el camino de regreso al Padre. En una comunidad reconciliada y reconcialiante los pecadores pueden volver a encontrar el camino perdido y la ayuda de los hermanos. Y, por último, a través de la comunidad cristiana puede volverse a diseñar un sólido camino de caridad, que haga visible a través de las buenas obras el perdón recibido, el mal reparado, la esperanza de poder encontrar todavía los brazos misericordiosos del Padre.
Juan Pablo II
Vaticano, 15 septiembre de 1999
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