La regla de vida en los laicos
A la vista de lo anteriormente expuesto, podemos ya preguntarnos: si los religiosos no pueden buscar la perfección de la caridad sin la ayuda de una regla, a la que se obligan por unos votos, ¿podrán los laicos aspirar a la santidad sin ayudarse de cierto plan o regla de vida, al que de uno u otro modo se obligan en conciencia? Dejo para el próximo capítulo la segunda parte de esta cuestión, y atiendo ahora a la primera. Es una cuestión compleja, que, como veremos, no admite una respuesta única y simple.
Pero antes, una distinción de términos. Por plan de vida entiendo aquí un conjunto de propósitos, firmemente establecido por una o más personas, aunque revisable, no propiamente obligatorio en conciencia. Con el término regla de vida me refiero a un plan de vida al que la persona, sola o con otras, se obliga en conciencia, con promesa, voto u otras formas de compromiso. Y cuando hablo de vivir según normas, ajustándose a una disciplina, o empleando otras fórmulas equivalentes, me refiero indistintamente, como podrá apreciarse por el contexto, al plan o a la regla de vida.
-1. La Iglesia da a todos los laicos cristianos ciertas leyes, cuyo cumplimiento, por supuesto, es necesario para la perfección. Ya las he aludido antes. Versan sobre cuestiones de suma importancia -eucaristía, confesión, comunión, penitencia, antes diezmos, etc.-, y son llamativamente poco numerosas. Esto último se explica porque «la ley mira la generalidad», y es tal la diversidad de situaciones y de edades espirituales en los fieles laicos, que resulta prácticamente imposible establecer para todos ellos unas leyes que les sean espiritualmente favorables. Consiguientemente, la Iglesia se abstiene de hacerlo, y solamente legisla acerca de lo más imprescindible.
Incluso la Iglesia es consciente de que dar una ley universal no está exento de ciertos peligros, habiendo muchos cristianos carnales, sumamente incipientes. Puede dar ocasión, por ejemplo, a problemas innecesarios de conciencia o a cumplimientos sacrílegos. Viniendo a un caso bien grave: ¿está generalmente en condiciones de comulgar con fruto aquel cristiano que no comulgaría en todo un año si la Iglesia no se lo mandara?... Apunto sólo el problema.
-2. No parece imprescindible para la santificación de los laicos un camino de vida bien trazado. Si no, la Iglesia lo recomendaría vivamente, y no lo hace. No parece tampoco que todos los laicos puedan tenerlo, pues en no pocos casos su vida, inevitablemente, es completamente imprevisible. Sí será necesaria, en un sentido más general, una cierta ordenación de su vida, si de verdad han de tender a la perfección. El orden conduce a Dios («ordo ducit ad Deum», dice San Agustín). Ahora bien, esta ordenación no es sino una finalización de todos los aspectos de la vida hacia Dios, por amor y servicio; sin que implique necesariamente un conjunto de propósitos o de normas bien determinado.
-3. En todo caso, sin un cierto plan de vida no parece viable la búsqueda de la perfección. Aunque sea un plan muy elemental. Ya vimos que es natural a todo intento humano de importancia procurarlo con un cierto plan bien ordenado. O dicho en otras palabras: quien pretende sinceramente la santidad sujeta su vida a una disciplina adecuada a sus circunstancias personales, y no permite que el intento falle una y otra vez, en buena parte por estar abandonado a los discernimientos eventuales de cada ocasión. En la práctica, y dado lo que es el ser humano, muchas veces la búsqueda de la perfección quedará así a merced de su gana interior o de las circunstancias exteriores, cambiantes unas y otras de cada día.
-4. El laico ha de considerar el seguimiento de una regla de vida, a la que se obliga en conciencia, como un gran don de Dios, es decir, como algo sumamente aconsejable. Y aún más deseable, en principio, es que esa regla de vida sea seguida al mismo tiempo por varios laicos, unidos en un solo espíritu. De hecho, ya desde antiguo, terciarios, cofrades, penitentes, como también los miembros de los modernos movimientos o asociaciones de fieles, han protegido y estimulado su caridad ajustando su vida a ciertas reglas, comúnmente profesadas.
En efecto, la profesión fiel de una regla de vida da al laico -como al religioso- una constante orientación hacia la santidad, le facilita grandemente la realización de ciertas obras buenas, y le libra al mismo tiempo de muchos discernimientos aislados, que al haberse de realizar para cada acto, se ven con frecuencia sujetos al error, por atenerse de hecho a los cambiantes estados de ánimo o a las circunstancias. De este modo, obligarse en conciencia a una regla de vida puede ayudar notablemente al cristiano laico para vencer juntamente la debilidad de la carne, los condicionamientos adversos del mundo y los engaños del demonio. Volveré sobre todo esto.
-5. No siempre, sin embargo, será posible o aconsejable para un laico sujetarse en conciencia a una regla comunitaria de vida. Esta afiliación a un cierto camino espiritual concreto, realizada en forma asociada, es una gracia que no siempre quiere Dios conceder a todos. Los religiosos sí que pueden obligarse en conciencia al cumplimiento de una regla bien determinante, pues habiendo «dejado el mundo», es decir, estando plenamente descondicionados de trabajos, familia y ambiente social, pueden constituir libremente entre sí, con la gracia de Dios y sin especiales problemas, un medio homogéneo de vida, en el que coinciden tanto en los fines como en los medios. Pero los laicos, viviendo normalmente al interior de una familia, y viéndose en una situaciones sociales y labores, que en buena parte les vienen impuestas y escapan a su dominio, experimentan para esto con frecuencia dificultades especiales.
-6. Una regla individual de vida, obligatoria en conciencia, será en cambio muchas veces posible y aconsejable para el laico. Por lo demás, siendo personal, será siempre una regla revisable, si así lo requieren los cambios individuales o circunstanciales, o si así lo aconsejara el director espiritual.
(Tomado de Documentos de apoyo | Base documental de Catholic.net).
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