Por la regla de vida se establece una alianza con Dios
Cuando, por gracia divina, un cristiano profesa una cierta regla de vida religiosa o laical, establece con Dios una alianza personal. Según el lado visible de esa alianza, el cristiano se obliga en conciencia a la práctica de ciertas obras buenas. Pero el lado más importante de la alianza es invisible: es, si así puede decirse, el compromiso que Dios adquiere para asistir al cristiano en el cumplimiento de esa regla de vida que Él, por su gracia, le ha concedido profesar.
Y toda alianza debe ser guardada con fidelidad. Las obras en ella acordadas entre Dios y el hombre deben ser hechas con obstinada constancia, sean cuales fueren las ganas que el cristiano sienta o las circunstancias de cada momento. Son obras acerca de las cuales el cristiano normalmente no debe ejercitar discernimientos particulares; simplemente, debe hacerlas, pues la misma alianza le asegura que Dios quiere moverle a ellas por su gracia. Solamente si, en un momento determinado, mandan otra cosa la caridad, la prudencia o la obediencia, deberá omitir toda o parte de la obra acordada.
Y por otra parte, cuando un cristiano religioso o laico profesa una regla común de vida espiritual, establece también una alianza con otros hermanos, que han recibido de Dios también la misma gracia de profesarla. En adelante, por amorosa providencia de Dios, unos y otros se ayudarán a recorrer el mismo camino. Y también aquí la gracia asume le naturaleza, pues es natural al hombre, aunque no necesario, recorrer su camino acompañado y ayudado por otros.
La victoria sobre los tres enemigos
La semilla divina de las buenas intenciones, según enseña el Señor, puede quedar infecunda en el corazón del hombre por la flaqueza de su carne, que es voluble e inconstante, y cede fácilmente ante las dificultades (lo sembrado en tierra pedregosa); por las incesantes fascinaciones del mundo, asuntos propios, seducciones, riquezas (lo sembrado entre espinas); o por la acción del Maligno, que arrebata, como un pájaro perverso, la semilla celeste (lo sembrado en el camino) (Mt 13,1-23).
Pues bien, el cristiano se sujeta a un plan de vida o a una regla, con la gracia de Dios, para poder vencer mejor a sus tres enemigos:
—1. Para librarse de la carne. Quisiera el cristiano, por ejemplo, entregar a Dios diariamente en la oración una hora de las veinticuatro que Él le da con amor cada día. Pero si no está guiado en esto por una norma, consciente y libremente asumida en su momento, si cada vez que va a la oración ha de formular un discernimiento justo en la fe, y ha de impulsar en la caridad un acto volitivo que le lleve a ella y en ella le mantenga, será muy difícil que guarde con fidelidad constante su buen propósito. Una y otra vez fallará el discernimiento de su mente y desfallecerá así el esfuerzo de su voluntad. Un día se dirá «hoy me viene muy mal»; otro decidirá «ahora no, porque estoy muy cansado; después», pero después surgirá otra cosa que lo hará imposible, etc. Y así una y otra vez. «El espíritu está pronto, pero la carne es flaca» (Mt 26,41). La debilidad de nuestro amor se ve confortada no poco por la fidelidad a la ley.
-Los sacerdotes, por ejemplo, que estamos obligados al rezo de las Horas en conciencia, vamos a ellas sin mayores esfuerzos de discernimiento y decisión: nuestro conciencia impulsa una y otra vez esa oración bajo el imperativo directo de una gracia claramente entendida: «debo rezar esta Hora» -Dios lo quiere, Dios ciertamente me lo quiere dar-. Tiene que haber serias causas, que no se dan muchas veces, para que en un momento dado hayamos de pensar lo contrario, y renunciemos al rezo de una Hora. Y así se afirma en nuestra vida una costumbre, mejor, un hábito virtuoso, una virtud, que nos facilita alabar al Señor cada día, y cada día interceder por los hombres. ¿Qué sería en nosotros de las Horas litúrgicas si el rezo de cada Hora quedara condicionado en cada ocasión al discernimiento o al impulso devocional del momento?
-Y los religiosos, del mismo modo, están obligados también a la oración privada y litúrgica, de tal modo que, cuando llega la hora, van a la oración con ganas o sin ellas, lo mismo si durmieron bien o si tuvieron insomnio, sin discernimientos previos innecesarios. Van porque tienen claro que deben ir; mejor aún, van porque saben que Dios, por la alianza de la regla, les quiere dar su gracia para realizar, en compañía de su hermanos, esa buena obra que la regla prescribe.
-¿Y los laicos? ¿No querrá Dios fomentar la oración en la vida de los laicos cristianos mediante compromisos análogos, aunque no idénticos?
Es tan grande el desgaste energético de la voluntad, valga la expresión, para ir impulsando en cada ocasión, aquí y ahora, una obra buena, que muchas veces queda ésta sin realizarse, paralizada por discernimientos falsos o demorada a otra ocasión, que no llegará a darse. La norma de vida, por el contrario, da a las buenas obras un impulso sostenido, el propio de la virtud, que es un hábito bueno. Por eso, mientras el cristiano no logre para la oración, la lectura espiritual, la misa y la confesión frecuente, etc. un estatuto volitivo tan firme y estable como el que le asiste para ir a trabajar, a comer o a dormir, las prácticas religiosas de su vida espiritual serán normalmente escasas, intermitentes, crónicamente insuficientes.
Esos ejercicios de la vida interior, la más profunda y explícitamente arraigada en Dios, serán siempre el pariente pobre en el conjunto de los asuntos de su vida, y cualquier otra cosa será suficiente para desplazarla. Parece entonces como si todas las cosas del mundo secular -trabajo, comida, sueño, diversión- tuvieran un derecho indiscutible en la vida de los laicos; en tanto que las cosas más vinculadas a Dios sólo con el permiso de todas las demás cosas profanas pudieran lograr un espacio eventual, vergonzante, normalmente escaso -muy medido- y siempre amenazado. Y ésa es una miseria que mantiene a muchos cristianos seglares, año tras año, en una crónica mediocridad.
— 2. Para librarse del mundo. Un camino de vida ha de orientar permanentemente la existencia del cristiano a la luz de la fe y de la caridad. Este camino, que se ha trazado, partiendo de la experiencia, en una hora de especial lucidez espiritual, ha de ser defendido de las innumerables llamadas del mundo, muchas veces fascinantes y sumamente persuasivas, que invitan a dejar el camino -¡por una vez, al menos!, que en realidad serán muchas-, y a caminar por otras direcciones. Es así como la fidelidad al camino trazado en Cristo no solamente conforta la debilidad de la carne, sino también libera de la esclavitud embrutecedora del mundo.
—3. Para liberarse del demonio. Éste, «padre de la mentira» (Jn 8,44), separa de Dios a los cristianos sirviéndose normalmente de la complicidad de la carne y del mundo. Por eso, si una norma de vida, personal o comunitaria, nos ayuda a vencer carne y mundo, nos ayuda también a vencer las insidias continuas del demonio.
(Tomado de Documentos de apoyo | Base documental de Catholic.net).
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