1.
Me oigo decir a los confesores: Hablad, escuchad con paciencia y sobre todo
decidles a las personas que Dios las quiere bien. Y si el confesor no puede
absolver, que explique por qué, pero que dé de todos modos una bendición,
aunque sea sin absolución sacramental. El amor de Dios también existe para
quien no está en la disposición de recibir el sacramento: también ese hombre o
esa mujer, ese joven o esa chica son amados por Dios, son buscados por Dios,
están necesitados de bendición.
2.
Los apóstoles y sus sucesores —los obispos y los sacerdotes que son sus
colaboradores— se convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúan
in
persona Christi. Esto es muy hermoso.
3.
Confesarse con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos y en el
corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús. Es
una manera de ser concretos y auténticos: estar frente a la realidad mirando a
otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo.
4.
Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón a Él,
implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. Pero es importante que vaya al
confesionario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a
Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia llamada a distribuir la
misericordia de Dios. Hay una objetividad en este gesto, en arrodillarme frente
al sacerdote, que en ese momento es el trámite de la gracia que me llega y me
cura.
5.
Como confesor, incluso cuando me he encontrado ante una puerta cerrada, siempre
he buscado una fisura, una grieta, para abrir esa puerta y poder dar el perdón,
la misericordia.
6.
El que se confiesa está bien que se avergüence del pecado: la vergüenza es una
gracia que hay que pedir, es un factor bueno, positivo, porque nos hace
humildes.
7.
Está también la importancia del gesto. El solo hecho de que una persona vaya al
confesionario indica que ya hay un inicio de arrepentimiento, aunque no sea
consciente. Si no hubiera existido ese movimiento inicial, la persona no
hubiera ido. Que esté allí puede evidenciar el deseo de un cambio. La palabra
es importante, explicita el gesto. Pero el propio gesto es importante.
8.
¿Qué consejos le daría a un penitente para hacer una buena confesión? Que
piense en la verdad de su vida frente a Dios, qué siente, qué piensa. Que sepa
mirarse con sinceridad a sí mismo y a su pecado. Y que se sienta pecador, que
se deje sorprender, asombrar por Dios.
9.
La misericordia existe, pero si tú no quieres recibirla… Si no te reconoces
pecador quiere decir que no la quieres recibir, quiere decir que no sientes la
necesidad.
10.
Hay muchas personas humildes que confiesan sus recaídas. Lo importante, en la
vida de cada hombre y de cada mujer, no es no volver a caer jamás por el
camino. Lo importante es levantarse siempre, no quedarse en el suelo lamiéndose
las heridas. El Señor de la misericordia me perdona siempre, de manera que me
ofrece la posibilidad de volver a empezar siempre.
(Frases
extraídas del libro entrevista al Papa Francisco "El nombre de Dios es
misericordia, conversación con Andrea Tornielli". ).
" Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
A través de los sacramentos de iniciación
cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la
vida nueva en Cristo. Ahora, todos lo sabemos, llevamos esta vida «en vasijas
de barro» (2 Cor 4, 7), estamos aún sometidos a la tentación, al
sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la nueva
vida. Por ello el Señor Jesús quiso que la Iglesia continúe su obra de
salvación también hacia los propios miembros, en especial con el sacramento de
la Reconciliación y la Unción de los enfermos, que se pueden unir con el nombre
de «sacramentos de curación». El sacramento de la Reconciliación es un
sacramento de curación. Cuando yo voy a confesarme es para sanarme, curar mi
alma, sanar el corazón y algo que hice y no funciona bien. La imagen bíblica
que mejor los expresa, en su vínculo profundo, es el episodio del perdón y de
la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo
médico de las almas y los cuerpos (cf. Mc 2, 1-12; Mt 9, 1-8; Lc
5, 17-26).
El sacramento de la Penitencia y de la
Reconciliación brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma
tarde de la Pascua el Señor se aparece a los discípulos, encerrados en el
cenáculo, y, tras dirigirles el saludo «Paz a vosotros», sopló sobre ellos y
dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados» (Jn 20, 21-23). Este pasaje nos descubre la dinámica
más profunda contenida en este sacramento. Ante todo, el hecho de que el perdón
de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo
decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la
Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros
esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena
de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del
corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado. En segundo
lugar, nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con
el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en la paz. Y esto lo
hemos sentido todos en el corazón cuando vamos a confesarnos, con un peso en el
alma, un poco de tristeza; y cuando recibimos el perdón de Jesús estamos en
paz, con esa paz del alma tan bella que sólo Jesús puede dar, sólo Él.
A lo largo del tiempo, la celebración de este
sacramento pasó de una forma pública —porque al inicio se hacía públicamente— a
la forma personal, a la forma reservada de la Confesión. Sin embargo, esto no
debe hacer perder la fuente eclesial, que constituye el contexto vital. En
efecto, es la comunidad cristiana el lugar donde se hace presente el Espíritu,
quien renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una
cosa sola, en Cristo Jesús. He aquí, entonces, por qué no basta pedir perdón al
Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar
humilde y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la
celebración de este sacramento, el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a
toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus
miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él,
que le alienta y le acompaña en el camino de conversión y de maduración humana
y cristiana. Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios. Sí, tú puedes decir
a Dios «perdóname», y decir tus pecados, pero nuestros pecados son también
contra los hermanos, contra la Iglesia. Por ello es necesario pedir perdón a la
Iglesia, a los hermanos, en la persona del sacerdote. «Pero padre, yo me
avergüenzo...». Incluso la vergüenza es buena, es salud tener un poco de
vergüenza, porque avergonzarse es saludable. Cuando una persona no tiene
vergüenza, en mi país decimos que es un «sinvergüenza». Pero incluso la vergüenza
hace bien, porque nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y con
ternura esta confesión, y en nombre de Dios perdona. También desde el punto de
vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decir al
sacerdote estas cosas, que tanto pesan a mi corazón. Y uno siente que se
desahoga ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. No tener miedo de la
Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse, siente todas estas
cosas, incluso la vergüenza, pero después, cuando termina la Confesión sale
libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la
Confesión! Quisiera preguntaros —pero no lo digáis en voz alta, que cada uno
responda en su corazón—: ¿cuándo fue la última vez que te confesaste? Cada uno
piense en ello... ¿Son dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta
años? Cada uno haga cuentas, pero cada uno se pregunte: ¿cuándo fue la última
vez que me confesé? Y si pasó mucho tiempo, no perder un día más, ve, que el
sacerdote será bueno. Jesús está allí, y Jesús es más bueno que los sacerdotes,
Jesús te recibe, te recibe con mucho amor. Sé valiente y ve a la Confesión.
Queridos amigos, celebrar el sacramento de la
Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de
la infinita misericordia del Padre. Recordemos la hermosa, hermosa parábola del
hijo que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el
dinero, y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo,
sino como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La
sorpresa fue que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó
hablar, le abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo os digo: cada vez que nos
confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta. Sigamos adelante por este
camino. Que Dios os bendiga." (PAPA
FRANCISCO. AUDIENCIA
GENERAL. Plaza de San
Pedro. Miércoles 19 de febrero de 2014).
No hay comentarios:
Publicar un comentario