En este día de Navidad celebramos un hecho histórico y cargado de muchos sentimientos y contenido: ¡Dios nos hace partícipes de su naturaleza divina!. Sin vivir en el cielo, ya desde ahora, podemos besar, adorar, embelesarnos y tocar la humanidad de Dios y, por lo tanto, también su divinidad. En la Navidad celebramos que Dios, se aproxima tanto, que derrumba fronteras, abaja orgullos y recompone este mundo nuestro. Otra cosa, muy distinta, el que ese mundo esté dispuesto a reconstruirse o quedarse en el “todo va bien”.

Hemos venido, como los pastores, derechos a Belén. ¿Y qué hemos descubierto? Ni más ni menos el gigantesco y colosal amor que Dios nos tiene. Dios se ha hecho fiador. Dios rompe moldes. Dios deja su comodidad y en Belén se nos da. Y lo hace por amor.

La Navidad no es un disfraz con el que, Dios, llega a la humanidad para hacerse el simpático. La Navidad, el Nacimiento de Jesús, es la apuesta más arriesgada de un Dios (Omnipotente y Excelso) que desciende al encuentro y al rescate de la humanidad.
La Navidad es el momento en el que conmemoramos los cristianos el hecho inaudito y asombroso: la encarnación de Dios en el hombre Jesús de Nazaret. Cristo no vino, ni principal, ni preferentemente, para echarnos en cara nuestra equivocación y nuestro pecado, sino para mostrarnos con su vida, muerte y resurrección el único y verdadero camino que puede reconducirnos hacia nuestro Padre Dios.
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