viernes, 31 de mayo de 2013

Sed luz del mundo.

 

VOSOTROS SOIS LA LUZ DEL MUNDO
Catequesis en la Jornada Mundial de la Juventud
Toronto 2002
DonDon Carlos Osoro Sierra, Arzobispo de Oviedo
 
Queridos jóvenes:
 
Os recuerdo unas palabras del Santo Padre Juan Pablo II que, con una fuerza especial, quisiera que escuchásemos en estos momentos en que os dirijo unas palabras. Pertenecen al mensaje que el Papa dirigió a los jóvenes con motivo de esta Jornada Mundial de la Juventud que estamos celebrando. Dice el Santo Padre: «En el contexto actual de secularización, en el que muchos de nuestros contemporáneos piensan y viven como si Dios no existiera, o son atraídos por formas de religiosidad irracionales, es necesario que precisamente vosotros, queridos jóvenes, reafirméis que la fe es una decisión personal que compromete toda la existencia. ¡Que el Evangelio sea el criterio que guíe las decisiones y el rumbo de vuestra vida! De este modo os haréis misioneros con los gestos y las palabras y, dondequiera que trabajéis y viváis, seréis signos del amor de Dios testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo. No lo olvidéis: ¡“No se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín!”(Mt 5, 15)».
 
1. La vida misma de Dios, un título y una realidad que nos regaló el Señor: “Vosotros sois la luz del mundo”. Mantengamos un diálogo sincero con el Señor para saber lo que hizo en nosotros por el Bautismo. Escuchemos de sus propios labios: “Vosotros sois la luz del mundo”(Mt 5,14).
 
Deseo que hagáis una composición de lugar. Pensemos todos por unos momentos que no vemos absolutamente nada. Incluso hagamos la experiencia de cerrar los ojos y todos nuestros sentidos, también el oído y todos los demás sentidos. No poder saber nada de quién está a nuestro lado, no poder distinguir lo que sucede, no poder oír ningún ruido…esta experiencia tiene que ser tremenda. Pero lo es más aún cuando teniendo todos los sentidos, no sabemos vivir como hijos de Dios y como hermanos de todos los hombres. Aunque distingamos a quién tenemos a nuestro lado, nos quedamos en lo más superficial de él. Es terrible pasar por la vida sin saber de verdad nada de uno mismo y por supuesto de los demás. Este es un drama de nuestra humanidad, no saber ni quién es uno mismo, ni quiénes son los otros. ¿Os imagináis lo que es pasar por la vida, hacer la historia de esta manera, construir este mundo así?
 
Os invito a tener otra experiencia diferente. Os invito a descubrir y a vivir aquello que nos dice el Señor y que nos entregó el día en que morimos a la vida antigua y nos dio su misma vida por el Bautismo: “¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”(Mt 13, 16-17).
 
Señor Jesucristo, ¿qué sucedió en nuestra vida el día de nuestro Bautismo? Fue un día tan excepcional como indescriptible, porque alcanzamos “las medidas de Dios” y estas no se pueden describir.
 
Queridos hermanos, un día, cada uno de los que estamos aquí lo sabéis muy bien, el Señor hizo una obra maravillosa con nosotros. Nos dio su propia vida en el Sacramento del Bautismo, que es la puerta que da acceso a la vida cristiana (CigC 1213). Es el fundamento de todos los demás sacramentos, el fundamento de la comunión entre todos los cristianos (CigC 1271). El rito del Bautismo habla por sí mismo. Sus gestos y sus palabras son tan expresivos que lo que ha sucedido en el Bautismo lo indican los ritos de la vestidura blanca y del cirio (CigC 1242-1243), porque quien ha sido bautizado “ha sido revestido de Cristo” y se ha convertido en luz. El Bautismo produce en nosotros un efecto profundo, que se percibe en la vida, que abarca las entrañas del alma y lo más íntimo del ser humano.
 
Como muy bien sabéis, la doctrina católica distingue un doble efecto de los sacramentos. El primer efecto que se produce inmediatamente después de recibir el sacramento es que nos convertimos en “criaturas nuevas”, y el segundo precisa para su desarrollo de la colaboración del que lo recibe. En definitiva es el ejercicio de la libertad que Dios quiere para el ser humano con todas las consecuencias. Es decir, uno nos lo da Cristo en el acto, el otro crece cuando acogemos ese don de Cristo. El Bautismo imprimió en todos nosotros, nada más recibirlo, un “sello espiritual indeleble” (CigC 1272). Debemos saber que este sello significa y produce realmente en nosotros la pertenencia a Cristo. Pertenecemos a Cristo, hemos quedado libres y nos hemos convertido en una “criatura nueva”. Él ha hecho del Bautismo la puerta de entrada en su vida. Si el Bautismo purifica de todos los pecados, ¿por qué permanece en nosotros la inclinación al pecado? La Iglesia enseña que el bautizado queda libre de todo pecado, pero permanecen en él las consecuencias del pecado: los sufrimientos, la enfermedad, la muerte, las debilidades del carácter y también la inclinación al pecado, que en sí no es más que la propensión al mal. Por eso la vida de todos nosotros los bautizados es un combate permanente para no malgastar el don recibido en el Bautismo (CigC 1264). Hay que mantener esa realidad que introdujo el Señor en nuestras vidas: “Vosotros sois la luz del mundo”(Mt 5, 14). Para ello, tenemos que comprender que no estamos solos, que por el Bautismo nos hemos convertido en miembros del Cuerpo de Cristo. El Bautismo nos incorpora a la Iglesia (CigI 1267) y para mantener la gracia del Bautismo, necesitamos de toda la comunidad de la Iglesia: la ayuda de los santos, la guía de los pastores, el amor fraterno entre nosotros.
 
2. Gracias Señor por el Bautismo que me hizo entrar en tu santidad
 
Os invito a decir conmigo desde el silencio de vuestro corazón así:
 
“Gracias Señor, por esta vida que me entregaste y por este mundo que me diste para gozar y para trabajar por mejorarlo. Gracias porque me hiciste instrumento tuyo, porque tú eres quien hace todo bien sin que me necesites para nada. Gracias por hacerme gustar hoy quien soy yo verdaderamente, ya que por el Bautismo he entrado en la santidad de Dios. Me has injertado en ti Señor. No puedo contentarme con una vida mediocre. Quiero ser santo Señor. Todo lo que soy y tengo es tuyo. Tómalo Señor. Todo es tuyo. Es cierto que teniendo tu vida, me he manchado las manos, el corazón y el pensamiento, que eran tuyos. La túnica blanca con que me vestiste en el Bautismo, la he convertido en una túnica sucia y harapienta. Devuelve a su estado auténtico esta túnica.
 
Señor Jesucristo, amigo de la luz y de la vida, anhelo vivir en plenitud. Me sorprende siempre esa llamada tajante, esa tarjeta de visita que me indica permanentemente la dirección que debo tomar: “Vosotros sois la luz del mundo”. Quiero asumir hoy aquí el oficio de vivir siendo luz. Deseo ser esa luz que es el mismo Jesucristo y que me fue entregada por Él en el Bautismo.
 
Señor, quiero recordar aquella pregunta que le hizo el sacerdote a mis padres y padrinos el día de mi Bautismo. Ellos contestaron por mí, pero hoy deseo responder por mí mismo: “¿Quieres recibir el Bautismo?, que es lo mismo que decir, “¿quieres ser santo?” Y, ciertamente, lo quiero, Señor, y acepto tu vida en mí y deseo poner la vida en la dirección que Tú marcaste para siempre. Gracias Señor por poder tener esta conversación contigo en el camino de la vida”.
 
3. “Vosotros sois la luz del mundo”, una realidad dada en un encuentro con Jesucristo, tan profundo, que cambió todo mi ser y hacer
 
¿Te das cuenta que eres luz del mundo por Jesucristo? Vive de esta Luz para que tu ser alcance la plenitud y progrese la humanidad. No hagas lo que nuestra cultura acostumbra a hacer, entregando su ‘luz’ que cualquier viento apaga. Lo que en nuestra cultura se alienta para crecer y que llama progreso, podemos compararlo a una máquina de tren con caldera de carbón y muchos vagones de madera. Un día se agota el carbón. Para poder alimentar la caldera y que siga funcionando el tren, a unos cuantos se les ocurrió la feliz idea de ir desarmando los vagones de madera y así alimentar la caldera. Sin embargo, un día la madera se acabó, la máquina se detuvo y se quedaron sin tren y sin viaje. Como veis esa ‘luz’ no sirve, se apaga y, además, nos deja en el camino sin nada.
 
¿Te das cuenta que eres luz del mundo por Jesucristo? Necesitas de esta Luz para vivir y hacer vivir a los demás.
 
Un día tuve la oportunidad de encontrarme con un grupo de jóvenes como vosotros. Me indicaron que deseaban cambiar su forma de vivir, que se reducía a disfrutar de la vida a tope a costa de lo que fuera, a utilizar a los demás egoístamente, banalizar la sexualidad, las relaciones de las personas. Les dije que para cambiar la forma de vivir la vida tenían que enfrentarse a ellos mismos y preguntarse en profundidad quiénes eran. Lo hicieron con mi ayuda. Se dieron cuenta que no eran nada sin los demás. Les indiqué que observaran los rostros y las acciones de quienes les rodeaban. Pudieron comprobar que existía mucha desesperación, vaciedad y superficialidad entre la gente. Es verdad que también encontraron muchas cosas buenas. Pero lo más importante es que descubrieron que solamente los otros, que eran como ellos, no les daban más salidas que atarse a la cuerda que les llevaba en una dirección sin sentido y llena de vacío. Fue entonces cuando pude presentarles a Jesucristo y explicarles que Él era la Luz, y que desde Él ellos podían ser la luz del mundo.
 
Os quiero hablar del encuentro verdaderamente humano. Quizá lo habéis oído muchas veces, pero aquí tiene una resonancia especial cuando el Señor nos dice lo que produce en nosotros ese encuentro, porque “vosotros sois la luz del mundo”. Ser luz del mundo, fruto del encuentro con quien es la Luz verdadera que es Jesucristo. Poned mucha atención a lo que os voy a decir: sabéis muy bien que ser persona, tener una dignidad plena, es un hecho que nos viene dado por Dios mismo y precede a la relación con los demás, pero también es cierto que solamente a través de algunos encuentros verdaderos nos damos cuenta de lo que significa ser persona. Solamente a partir de esos encuentros verdaderos uno puede hallar respuestas a esas preguntas profundas que, más tarde o más temprano, todo ser humano que quiere tener la vida en sus manos y no ser un esclavo, tiene que hacerse: ¿quién soy yo? ¿para qué existo? ¿para qué valgo? ¿cuál es el sentido de mi libertad?.
 
Hay muchos tipos de encuentros. Solamente hay uno que nos hace tomar conciencia de nosotros mismos y nos permite existir como personas con las medidas auténticas que tiene el ser humano. Y esto se realiza solamente en el encuentro con Jesucristo, donde reconocemos el ‘precio’, es decir, el valor, de nuestra existencia personal. Por eso, a partir de esa acogida que Dios mismo nos hace y que percibimos en toda su intensidad en el Bautismo, cuando el Hijo de Dios nos da su propia vida, es entonces cuando tenemos una percepción de la existencia tan maravillosa que tomamos conciencia de la unidad, de la bondad, de la verdad y de la belleza de la misma. Y todo ello porque descubrimos que Dios mismo nos dice ¡qué bueno que existas y que tengas mi vida!
 
Nos estamos moviendo en una cultura que crea desequilibrios en la vida del ser humano. ¿No serán también porque los encuentros que generan equilibrio verdadero no se posibilitan? Una vida humanamente equilibrada será aquella en la que se ha dado el encuentro necesario para existir, encuentro determinante en el que se une la vida de dos personas inseparablemente. Cuanto mayor sea el desarrollo de la persona con la que me encuentro, mayor equilibrio dará a mi vida. Esto es lo que sucede en el encuentro de Jesucristo con cada uno de nosotros. La Luz nos invade de tal manera que nos hace ser también su Luz. La Luz, que es Dios mismo, convierte en luz al hombre, porque se hace verdad aquella experiencia de existencia del Apóstol San Pablo: “no soy yo es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).
 
Su Santidad el Papa Juan Pablo II en su encíclica Redemptor Hominis dice así: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo como un ser incomprensible, su vida permanece sin sentido si no se le revela el amor, si no lo experimenta o no lo hace suyo, si no participa en él vivamente”(n. 10). Se podría parafrasear esta frase del Santo Padre diciendo, que el hombre no puede vivir sin la Luz, pues sin ella permanece como un ser incomprensible y sin sentido.
 
En este encuentro con Jesucristo sentimos la necesidad de repetir la misma expresión del Apóstol San Pablo, “habiendo sido yo mismo alcanzado por Jesucristo” (Fil. 3, 12). Hemos sido alcanzados por Jesucristo y, por eso, llamados a la santidad. “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor”(LG 40). Santidad que tiene que fascinar por la fortaleza de sus rasgos y de sus fundamentos. Me atrevo a decir y a pedir esta santidad paulina:
 
1. Santidad cristológica: Que se apoya en Cristo, espera todo de Cristo, vive en Cristo, sólo pretende ganar a todos para Cristo y difundir el buen aroma de Cristo. Así entendemos “vosotros sois la luz del mundo”.
 
2. Santidad apostólica: Con la conciencia clara de que para eso he sido llamado y para eso vivo. Vivir a favor de todo lo que redunde en favor de los hermanos. Y lo más grato para los hermanos es tener la Luz verdadera. Por eso resuena con más fuerza esa llamada del Señor: “vosotros sois la luz del mundo”. Hemos de tener pasión por entregar la Luz.
 
3. Santidad luchadora: Hemos de vivir la vida como una carrera, como un combate, como San Pablo. Prepararse con toda clase de entrenamientos, esfuerzos y renuncias. Y todo ello para ser “luz del mundo”.
 
4. Santidad profundamente humana: La gracia no ha destruido al hombre. Nos siguen aflorando las virtudes y los defectos temperamentales. Pero somos “luz del mundo”.
 
4. Gracias Señor por este encuentro que me hace ser “luz del mundo”
 
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar? (Sal. 26)
 
“Gracias Señor por la Luz. Gracias porque me haces ser Luz para el mundo.
 
Señor, tu Luz me hace ver como desde hace cien años los hombres han hecho casi cien guerras. Tu Luz me hace pedirte que nos enseñes a amarnos. No hay amor sin tu Amor. No hay luz sin tu Luz. Haz Señor que cada día y de por vida, en la alegría y en el dolor, nosotros seamos hermanos sin fronteras que entregamos la Luz. Entonces nuestros hospitales, nuestros laboratorios, nuestras fábricas y oficinas, nuestras universidades, nuestros campos y todo lo que existe y el hombre hizo, serán testigos de tu grandeza y de tu Luz. Y en los corazones de los olvidados, también aparecerá esa Luz. Y en nuestra civilización, machacada por el odio, la violencia, el dinero, la utilización de las personas para nuestros fines egoístas aparecerá la Luz.
 
Señor con tu Luz que se hace visible a través de nosotros, nacerá la esperanza, crecerá la paz, progresará la justicia”.
 
Por eso nuestra reflexión se hace canto ahora:
 
No pongáis los ojos en nadie más que Él (bis)
No pongáis los ojos en nadie más (bis)
No pongáis los ojos en nadie más que en Él.
 
Cuando la Luz llena el corazón de la persona se produce lo que hace muy poco tiempo contaba a los niños de mi Diócesis en una carta, y que ahora os leen. (Sigue la lectura de la carta por un joven).
 
5. Con el título del bautizado se nos entrega una misión
 
¡Cómo me gustaría que captaseis toda la profundidad que tiene la Palabra que hemos proclamado y vieseis en ella la tarea tan excepcional a la que el Señor nos llama. Escuchad ahora con la sabiduría que llega de Dios sus palabras: “Vosotros sois la luz del mundo... No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa”. Hemos recibido la Luz para alumbrar en este mundo: “vosotros sois la luz del mundo”.
 
La obra de Dios nunca es sectaria, sino, por el contrario, en su intención y en su amplitud, es siempre católica. “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”(Jn 3, 16). Un día que estaba meditando estas palabras del Señor, recordé aquellas otras del Apóstol San Pablo, “¿Cómo creerán en aquél a quien no han oído?” (Rom 10, 14). Si es cierto que la reconciliación del mundo sucedió por un acontecimiento, datable históricamente, el nacimiento, la muerte y la resurrección de Jesucristo, hemos de pensar en alguien que llevase el anuncio de este acontecimiento hasta los confines de la tierra. Tiene que ser como un rayo de luz que alcance los ángulos más oscuros, y en esta historia de lograr que la noticia de Jesucristo llegue a todos los rincones del mundo estamos nosotros.
 
No puede existir misión sin un misionero, sin un enviado. Recordemos cómo Cristo fue pura misión del Padre. Recordemos cómo aquella pregunta que hicieron a Jesucristo, “¿quién eres tú?”, es la misma que se les formula necesariamente a los enviados de Cristo. Aquí, ante esta pregunta, no cabe disolverse en brillos anónimos y encomendar la respuesta a Cristo y al Espíritu Santo. Los testigos deben enseñar su documento de identidad; debemos saber justificar nuestra fe y nuestra misión. Cristo ha determinado que nosotros seamos los enviados y los que Él destina para ser “luz del mundo”.
 
¿Sabes en qué consiste el envío misionero que te entrega el Señor? Consiste en irradiar la luz de la reconciliación de Dios en Cristo a todo el mundo. Ser luz tiene una traducción concreta: vivir la generosidad hasta el fondo, la entrega sincera por todos los hombres, la libertad verdadera -que no es hacer lo que quiero, sino descubrir que viviendo y alcanzando las medidas de Jesucristo soy verdaderamente libre-; llegar a ver que el Camino, la Verdad y la Vida tienen un rostro y una descripción concreta que es Jesucristo y que hay que aproximarse, con la gracia de Dios, a esta descripción.
 
En la misión se nos dan regalos. Al darnos la misión se nos han concedido dos regalos. Uno es la capacidad, la facultad, el deseo, el poder de hablar de Jesucristo a los hombres. No podemos retenerlo para nosotros mismos. Y más cuando junto a nosotros hay jóvenes que niegan a Jesucristo de la manera más dura, pues se trata no de negar a Dios, sino de prescindir de Él, pues dicen que no les aporta nada nuevo para la vida. ¿Qué sucede en nuestra comunicación de Jesucristo...? Otro don es saber que personalmente somos Luz, que hemos recibido esa Luz de Jesucristo y que tenemos el imperativo de comunicarla a todos los hombres para que vean de verdad.
 
“Vosotros sois la luz del mundo”, nos hace entender que el cristianismo es Dios en dirección hacia el mundo y unos hombres que, creyendo en Él, siguen su dirección. Sabéis muy bien cómo Dios ha elegido el mundo para entregar esta Luz y por eso nos dice “vosotros sois la luz del mundo”. El Señor ha elegido el mundo para que sea su morada. Y nosotros hechos hijos e hijas, como Jesús era hijo, con su mismo estilo y manera. Así nuestras vidas se convierten en la continuación de la misión de Jesús, que es entregar la Luz.
 
6. Gracias Señor por la misión que nos entregas
 
Gracias Señor porque nos entregas la misión de ser Luz en este mundo. Nuestro mundo está lleno de contradicciones generadas por el crecimiento económico, cultural, tecnológico, que ofrece a pocos afortunados grandes posibilidades, pero que deja a millones de personas al margen del progreso y en condiciones de vida muy por debajo del mínimo requerido por la dignidad humana. Junto a estas pobrezas surgen nuevas pobrezas que afectan a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero que viven expuestos a la desesperación del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o la discriminación social. Gracias Señor porque en estas situaciones escuchamos con una fuerza especial las palabras que expresan el modo en que la Luz debe iluminar: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros”(Jn 13, 35). Gracias Señor, porque vivir y ser esa Luz pasa por un decido empeño de encarnar y manifestar lo que es la esencia misma del misterio de la Iglesia que es la comunión. Gracias Señor porque esta Luz que somos nosotros, fruto de tu amor, tenemos que mostrarla en estos momentos históricos del nuevo milenio que acabamos de comenzar. Enseñarla y darle rostro pasa necesariamente porque seamos manantial de la caridad y también formulación concreta de la caridad, que está en el corazón mismo de la Iglesia. Señor, gracias, porque nos proyectas hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano; porque haces que no olvidemos que nadie puede ser excluido de nuestro amor y de regalarle tu Luz, porque con tu Encarnación te uniste a cada hombre y mujer. Gracias Señor por el desafío que tenemos ante nosotros en este milenio que comenzamos como es hacer de la Iglesia “la casa y la escuela de la comunión”.
 
Gracias te damos, porque nos has regalado este Encuentro Mundial de la Juventud, haciendo del mismo un espacio de comunión de los jóvenes del mundo. Gracias Señor, porque un nuevo milenio se abre a la Luz de Jesucristo y nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su reflejo. Es una tarea que nos hace temblar, sobre todo cuando vemos nuestra debilidad que nos vuelve opacos y llenos de sombras, pero al mismo tiempo descubrimos que es una tarea posible, si nos atrevemos a exponernos a la Luz de Cristo, de abrirnos a su gracia que siempre nos hace hombres nuevos.
 
Gracias Señor porque tu Luz, nos hace descubrir que, para ser nosotros Luz del mundo, tenemos que entrar en el movimiento de la ternura que es el que te llevó a dar la vida por todos los hombres. Gracias Señor porque nos haces salir del movimiento de la huida que nunca es cristiano; es decir, de blindar nuestra vida para que no entre en ella nadie, de acorazarnos, de defendernos, de encapsularnos. Gracias por hacernos partícipes del ‘movimiento del descenso’ para, como Tú, ser de todos y para todos. Gracias Señor porque no permites que tengamos momentos de escepticismo, de tacañería o de incredulidad; todo lo contrario, pues nos pones en camino: “id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”(Mt 28, 19). En este camino nos acompaña la santísima Virgen María a quien Jesucristo dijo: “Mujer, he aquí a tus hijos”. Gracias Señor por darnos a tu Madre como Madre nuestra para ayudarnos a ser reflejo de tu Luz. Ella es la que nos dice: “haced lo que Él os diga”.
 
Cristo,
Alegría del mundo,
resplandor de la gloria del Padre,
 
¡Bendita la mañana
que anuncia tu esplendor al universo!
 
En la clara mañana,
tu sagrada luz se difunde
como una gracia nueva
 
Que nosotros vivamos
como hijos de la luz y no pequemos
contra la claridad de tu presencia.
 
(Del himno de la Liturgia de las Horas)

 

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