miércoles, 4 de septiembre de 2013

Misericordia de Dios con los penitentes.

Misericordia de Dios con los penitentes. (Liturgia de la Horas, Jueves de la cuarta semana de cuaresma. San Máximo, confesor Epístola 11
Quienes anunciaron la verdad y fueron ministros de la gracia divina; cuantos desde el comienzo hasta nosotros trataron de expli­car en sus respectivos tiempos la voluntad salvífica de Dios hacia nosotros, dicen que nada hay tan querido ni tan estimado de Dios como el que los hombres, con una verdadera penitencia, se conviertan a él. Y para manifestarlo de una manera más propia de Dios que todas las otras cosas, la Palabra divina de Dios Padre, el primero y único reflejo insigne de la bondad infinita, sin que haya palabras que puedan explicar su humillación y descenso hasta nuestra reali­dad, se dignó mediante su encarnación con­vivir con nosotros; y llevó a cabo, padeció y habló todo aquello que parecía conveniente para reconciliarnos con Dios Padre, a nosotros que éramos sus enemigos; de forma que, extraños como éramos a la vida eterna, de nuevo nos viéramos llamados a ella. Pues no solo sanó nuestras enfermedades con la fuerza de los milagros, sino que, ha­biendo aceptado las debilidades de nuestras pasiones y el suplicio de la muerte –como si él mismo fuera culpable, siendo así que se hallaba inmune de toda culpa–, nos liberó, mediante el pago de nuestra deuda, de muchos y tremendos delitos, y en fin, nos aconsejó con múltiples enseñanzas que nos hiciéramos se­mejantes a él, imitándole con una calidad humana mejor dispuesta y una caridad más perfecta hacia los demás. Por ello clamaba: No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan. Y también: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Por ello añadió aún que había venido a buscar la oveja que se había perdido, y que, precisamente, había sido enviado a las ovejas que habían perecido de la casa de Israel. Y, aunque no con tanta clari­dad, dio a entender lo mismo con la parábola de la dracma perdida: que había venido para recuperar la imagen empañada con la fealdad de los vicios. Y acaba: Os digo que habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta. Así también, alivió con vino, aceite y vendas al que había caído en manos de ladrones y, desprovisto de toda vestidura, había sido abandonado medio muerto a causa de los ma­los tratos; después de subirlo sobre su cabal­gadura, le dejó en el mesón para que le cuida­ran; y después de haber dejado lo que parecía suficiente para su cuidado, prometió dar a su vuelta lo que hubiera quedado pendiente. Consideró como padre excelente a aquel hombre que esperaba el regreso de su hijo pródigo, al que abrazó porque volvía con dispo­sición de penitencia, y al que agasajó con amor paterno, sin pensar en reprocharle nada de todo lo que antes había cometido. Por la misma razón, después de haber encon­trado la ovejilla alejada de las cien ovejas divinas, que erraba por montes y collados, no volvió a conducirla al redil con empujones y amenazas, ni de malas maneras, sino que, lleno de misericordia, la devolvió al redil incólume y sobre sus hombros. Por ello dijo también: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os ali­viaré. Y también: Cargad con mi yugo; es decir, llama yugo a los mandamientos o vida de acuerdo con el Evangelio, y llama carga a la penitencia, que puede parecer a veces algo más pesado y molesto: Porque mi yugo es llevadero» –dice–, y mi carga ligera. Y de nuevo, al enseñarnos la justicia y la bondad divina, manda y dice: Sed santos, perfectos, compasivos, como lo es vuestro Padre. Y también: Perdonad, y seréis perdonados. Y: Tratad a los demás como queréis que ellos os traten.

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