viernes, 13 de septiembre de 2013

Regla de vida cristiana (VI).

Fidelidad y flexibilidad
-Fidelidad. La fidelidad a la norma conduce a la plenitud del amor y del espíritu. Cumpliendo una norma fielmente, el cristiano descubre una nueva facilidad y seguridad para ejercitarse con sorprendente constancia en obras que, sin norma, durante años había intentado practicar sin conseguirlo. Ya he insistido suficientemente en ello. En efecto, la fidelidad a una norma de vida -que se ha adoptado como querida por Dios- produce grandísimos frutos de paz, perseverancia y fecundidad espiritual y apostólica, pues está hecha de humildad, de abnegación y de caridad. Un cristiano, es verdad, no puede mantenerse fiel a una práctica espiritual si no ejercita mucho, y a veces con heroísmo, la humildad -sin ésta, pronto se sacude la norma, pensando que, después de todo, no le es tan necesaria-, la abnegación de sí mismo, y la caridad a Dios y a los hermanos.
Como es obvio, una cierta disciplina de vida ayuda con tal de que se ponga un gran empeño en cumplirla fielmente. Por eso, según los casos, cuando en la vida concreta de un laico van siendo más frecuentes las excepciones a la norma que las observancias, habrá que pensar si no le convendrá dejar de atenerse a esa ley personal o, a veces, si es comunitaria, abandonar la asociación. Otras veces, en cambio, lo que deberá hacer es convertirse y volver a la fidelidad de la observancia. Un incumplimiento habitual de la norma es intolerable, pues trae muchos males. Por eso, en lo que se refiere a las carmelitas, Santa Teresa manda que se cambie a la priora y se dispersen las monjas en diversos conventos, si en esto de no guardar la Regla «hubiese ya costumbre -lo que Dios no quiera-» (Visitas 23).
-Flexibilidad. Aunque el laico esté sujeto con toda voluntad a un plan de vida personal o incluso a una regla de vida, es evidente que, por las condiciones cambiantes de su existencia secular, no siempre podrá observar las normas concretas por las que quiere regir su vida. Un día irá de viaje, otro día tendrá que estar pendiente de un enfermo o le reclaman de su lugar de trabajo, en ocasiones habrá de plegarse por caridad -¡y por prudencia!- a las exigencias del cónyuge, más o menos razonables... Así las cosas, es claro que un apego inflexible a la norma sería algo carnal, no procedente del Espíritu Santo. Sería buscar más la propia justificación en las obras, que en la fe, la confianza y el amor. Podría equivaler, efectivamente, a una judaización del cristianismo, en la que se olvidara que «Cristo nos redimió de la maldición de la ley» (Gál 3,13). Esta tentación, es cierto, queda muy lejos del espíritu de época hoy predominante; pero debe ser conocida.
Quienes viven en la gracia de Cristo, deben guardar fidelidad a las normas de la Iglesia o a las que ellos mismos han profesado por iniciativa propia, pero deben hacerlo siempre con la peculiar «libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Desde el bautismo, participamos ya del señorío de nuestro Señor Jesucristo, y a Él le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Por eso, si los cristianos nos acogemos humildemente a la observancia de leyes y normas de vida, no por eso hemos de olvidar que nuestra ley suprema es la docilidad al Espíritu Santo, que está por encima de todas las leyes, siendo al mismo tiempo Él quien las ha inspirado, suscitándolas como ayudas en nuestro camino de perfección.
Siempre la Iglesia ha enseñado que sus leyes positivas «no obligan con grave inconveniente (grave incomodo)». Y con más razón ha de decirse esto de otras normas personales o asociativas que puedan asumirse por iniciativa personal. Por eso los cristianos laicos, en conciencia, deberán suspender la observancia de un precepto positivo, siempre que ello venga aconsejado
1.- por la caridad,
2.- por la obediencia,
o 3.- por la prudencia; o que por las circunstancias
4.- venga a hacerse imposible. «Nadie está obligado a lo imposible (ad impossibilia nemo tenetur)».
«En todo es muy necesario discreción», dice Santa Teresa una y otra vez (Vida 19,13; +11,16; 13,1; 29,9). Y esa discrecionalidad en lo referente a las normas de vida ha de darse, sin duda, con mucha más frecuencia en la vida seglar que en la de los religiosos. Si éstos, en el caso de una observancia especialmente difícil, se atienen al juicio del superior, que puede dar la dispensa prudente de la norma, de modo semejante, los laicos pueden ser dispensados por su confesor o director espiritual, o en el caso concreto, por ellos mismos. Y aunque no sea para ellos estrictamente necesaria esta consulta, puede ser aconsejable en determinadas circunstancias personales. En todo caso, el cristiano religioso o laico habrá de mantenerse siempre atento al Espíritu Santo, y sólo a su luz podrá discernir con verdad, sin trampas, cuándo es la hora de la fidelidad a la norma, aunque cueste mucho, y cuándo es la de una flexibilidad respecto de ella, aconsejada por la caridad, la obediencia y la prudencia, o impuesta por la imposibilidad.
(Tomado de Documentos de apoyo | Base documental de Catholic.net).

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