sábado, 3 de mayo de 2014

“El carisma de la bondad”.

Presentamos a continuación un texto sobre el Papa Juan XXIII, un hombre que se ganó el corazón de miles de personas por su sencillez, bondad y coraje; que permitió a la Iglesia tomar “un nuevo aire” y la posibilidad de seguirse proponiendo al mundo como camino de salvación.Sirva también este texto como reconocimiento a este hombre cuya canonización se avecina y que, sin duda, causa admiración y compromiso eclesial.“El carisma de la bondad”¿Quién era Angelo Giuseppe Roncalli, conocido por nosotros como Juan XXIII? La gente sencilla lo recuerda como el “Papa bueno”, y muchos otros como el “Papa que tuvo el coraje de convocar el Concilio Vaticano II”, que fue para la Iglesia como un nuevo aire en su pastoral. Fue el Papa que rompió muchos esquemas, como salir del Vaticano después de 90 años de que ningún Papa lo hacía, o visitar las cárceles y los enfermos; pero lo que más destacó a Juan XXIII fue “el haber colaborado con Dios en la irradiación de la verdad y de la justicia”.Entre los escritos del papa Juan XXIII se encuentra el “Diario de un alma”, un libro en el cual se recogen sus reflexiones y propósitos desde los 14 hasta los 81 años; allí traza una especie de vía maestra para muchos que quieren intensificar su fe. Se lee en una de sus partes: “En el último día del juicio no se le preguntará a la conciencia si ha conseguido la unidad, sino si ha orado y sufrido
por ella, si se ha impuesto una disciplina sabia y prudente, paciente y previsora, y si ha dado vigor a los impulsos de la caridad”. En otra oportunidad, en la Navidad de 1934, antes de salir de Bulgaria, donde era delegado apostólico, escribió: “Si en la noche no sabes a dónde ir, en mi ventana encontrarás una luz encendida; toca, y yo bajaré para abrirte, y no te preguntaré si eres católico o no”.Juan XXIII ha hecho aquello a lo cual está llamado todo cristiano: buscar lo positivo antes que lo negativo; aquello que une antes que aquello que divide. Se dice que fue un discípulo de la sencillez evangélica; lo llaman el “Papa bueno” o el “Papa campesino”. Tal vez por eso fue que tuvo tanta credibilidad entre la gente. Cuando el L' observatore Romano, en la tarde del 3 de junio de 1963, anunció la muerte de Juan XXIII, tituló así: “El carisma de la bondad”, y la noticia sucitó conmoción entre las personas de todo el mundo, creyentes y no creyentes.Sin embargo, el papa Juan XXIII no fue un hombre simple. Su larga vida y su corto pontificado están llenos de acontecimientos de los cuales no se puede ofrecer una única lectura. Un Papa campesino: seguramente, pues era hijo de campesinos. Papa bueno: sin duda. Era también un gran diplomático, mediador, patriarca y pastor. Dijo alguna vez el cardenal Roger Etchegaray: “Su secreto, nacido de su naturaleza y de su fe, fue aquel de tener una gran audacia, cargando con todos los pesos del pasado: él ha demostrado que la tradición no es el enigma, sino ante todo el trampolín de la audacia apostólica. Su modernidad estaba en el polo opuesto de su temeridad, porque estaba nutrida de las raíces más evangélicas”.A su pontificando no se le puede dar una lectura solamente política, pues la vida de Roncalli tiene una estrecha relación con el Espíritu, que abarca el aspecto político eclesial, lo reinterpreta y sobrepasa. Esto es lo que los estudiosos llaman el “fenómeno joaneo”, que no sólo tiene relación con los últimos años del Papa o, más particularmente, con aquellos que van desde la convocatoria del Concilio Vaticano II hasta su muerte. Él mismo lo explica en una carta el 27 de enero de 1953, dirigida desde París al rector del seminario de Bérgamo: “Al hacerme sacerdote nunca pretendí algo diferente a ser un pastor de almas, modesto y sencillo como un párroco rural... En el ejercicio del cuidado de las almas está, por demás, toda la base de la mejor diplomacia según la descripción que San Agustín hace de la caridad”.De la santidad de Juan XXIII se comenzó hablar dos años después de su muerte y sucedió, incluso, en el mismo Concilio Vaticano II, al momento en el que se discutía sobre el largo trabajo de la Constitución sobre las relaciones entre la Iglesia y el mundo, en el esquema XIII, es decir sobre la teología de los signos de los tiempos. Fue allí cuando el obispo auxiliar de Lodz, Monseñor Bejze, propuso la canonización del Papa Roncalli como corolario del evento. La propuesta fue aceptada inmediatamente por Luigi Betazzi, quien en ese entonces era obispo auxiliar de Bolonia, y después anunciada por el cardenal belga, Leo Suenens. Pero fue Pablo VI quien negó esta petición, pues un grupo de prelados conservadores (Ottaviani, Siri y Oddi) lo asedió con la idea de llevar también a los altares al Papa Pío XII. De esa manera el Papa Montini, el 16 de noviembre de 1965, asoció la causa de canonización de Juan XXIII con la de Pío XII.“Grande porque era siervo de todos”El Papa Juan XXIII no se consideraba una figura de la época, y sin embargo hizo época. Él no fue un restaurador, sino un instaurador: un renovador de la Iglesia. No tuvo necesidad de un estilo autocrítico, de medios represivos en confrontación con los obispos, los teólogos y demás comunidades católicas para guiar la Iglesia universal; le fue suficiente mantener un estilo que no pretendía demasiado, pero cargado de pequeños gestos que tenían grandes consecuencias... Él no quería instruir desde lo alto y obtener la disciplina con medidas de censura. Al contrario, con una profunda comprensión de sucesos y de necesidades del mundo moderno, quiso ser una ayuda como un hermano que tenía el vestido del Papa.Juan XXIII escuchó más allá de los confines de la Iglesia y de la misma cristiandad, porque sus palabras, inspiradas en el Evangelio, hablaban directamente al corazón.Fue un Papa que parecía interpretar mal su propio rol: aquí un fragmento de autoironía y de humorismo liberatorio, allá un episodio de renuncia al poder y de automortificación; aquí un gesto que supera divisiones y llena vacíos, allá un signo de reconciliación: “Yo soy Giuseppe, vuestro hermano”, dijo a los creyentes de otras religiones, bajando desde su trono y sentándose en medio de ellos. Él visitó personalmente a los pobres, consoló a los enfermos en los hospitales, buscó a los sacerdotes que habían naufragado en su vida de consagración, también visitó los ladrones y asesinos en la cárcel de Roma y, en esa ocasión, en lugar de leer un discurso programático, narró con sencillez y en tono alentador, la historia de un tío suyo que terminó en la cárcel por cacería ilegal... En verdad Juan XXIII fue un Papa que a menudo interpretaba mal su propio rol y tenían extraordinaria capacidad, que es posible solamente al verdadero cristiano, de relativizar su propia persona y su oficio. Inolvidable la anécdota que refiere un diálogo suyo con un obispo (de nombre Giovanni) que se lamentaba por sus demasiadas preocupaciones. El obispo le hizo decir al Papa: “Giovanni, no te des demasiada importancia”.Es inolvidable su persona, es inolvidable su acción en favor de la Iglesia católica. En cinco años él renovó la Iglesia mucho más de cuanto sus predecesores lograron en quinientos años.Él invitó al Concilio a los seguidores de Martín Lutero, de Zwinglio y de Calvino, como también a los representantes de otras iglesias, haciendo del ecumenismo el objetivo no sólo de algunos especialistas, sino de toda la Iglesia católica. Él quitó de la liturgia los textos discriminatorios con relación a los hebreos, abrió la Iglesia católica al judaísmo e hizo adquirir una sensibilidad diferente con respecto al islamismo. Hizo posible una fase de diálogos con las religiones universales provenientes de India y China, y ha librado a la Iglesia Católica del miedo de encontrarse con los no católicos, los no cristianos y los ateos. Opuso un rechazo a todo anticomunismo verbal, y fue el primer Papa que se pronunció decididamente en favor del respeto de los derechos humanos, todavía condenados solemnemente por los Papas del siglo precedente. Sin él no hubiese habido un nuevo aire en la Iglesia, sin él no serían posibles las eucaristías en lengua nacional; sin él no se habría dado ninguna apertura hacia el Este comunista. Sin él no se habrían abierto las ventanas, no habría habido renovación liberatoria de la tradición, ninguna reevangelización en una institución que sufría de esclerosis.¿Qué había detrás de todo esto? ¿El programa ambicioso de entrar en la historia de la Iglesia? No, Juan XXIII consiguió el plan de celebrar el Concilio con base en la simple e infantil disposición del cristiano creyente, que está convencido de que con la ayuda de Dios se debe hacer alguna cosa, un poco seria, para superar la miseria que genera la división entre las iglesias y la rigidez eclesiástica. Él convocó el Concilio Vaticano II como el hombre de Dios que no se deja asustar por los riesgos de una empresa de tal magnitud, amenazada por los “profetas de desastres” que le circundan; él se dejó llevar por un santo optimismo, que no es otra cosa que la esperanza cristiana. Él conoció el peligro de la propuesta del Concilio, “pero debe hacerse aunque no lo quiera la Curia”, afirmó.Él caminó por esta vida con mucha prudencia, ayudado por un amor cristiano, nada sentimental, que lo guió constantemente en su trabajo cotidiano. De aquí su aversión a las condenas injustificadas, a las excomuniones y a los anatemas despiadados, a los procedimientos inquisidores injustos. Él nunca hirió a nadie, nunca se negó al diálogo, ni siquiera con los críticos dentro de la misma Iglesia. A menudo logró aquello que quería de manera muy discreta. Él permitió que por un cierto periodo el objetivo ecuménico del Concilio se silenciara por sus colaboradores. “Pero yo lo retomaré”, fue su respuesta a un visitador que se lamentaba por este hecho. Y para ese fin instituyó el Secretariado para la Unidad de los Cristianos, una importante premisa para el éxito del Concilio y, sobretodo, llamó a presidir este Secretariado al cardenal Agostino Bea, que inclusive en los momentos difíciles gozó siempre de la plena confianza del Papa.El programa de Juan XXIII era renovar potentemente la Iglesia católica en el espíritu del Evangelio y preparar así la reunificación de los cristianos divididos. Independientemente de cuáles hayan sido los particulares de esta evolución, la Iglesia católica no puede regresar a los tiempos anteriores a Juan XXIII. Con él comenzó una nueva época en la historia de la Iglesia, una época de nueva vitalidad, de nueva libertad y de nueva esperanza. De parte de esta nueva esperanza está el Papa Juan XXIII: su estilo personal, si irradiación individual, su empeño en favor del ecumenismo.Si se quiere intuir el misterio último de su grandeza, se deberá decir: el Papa Juan XXIII fue grande no porque quiso ser un gran señor, sino porque quiso ser el siervo de todos. “Siervo de los siervos”: siervo de sus hermanos en el episcopado y el sacerdocio, de los cristianos y de los no cristianos, de hombres y mujeres. Y en todo esto él tenía delante de sí la palabra de un Otro que le recordaba: “Quien entre ustedes quiera ser el más grande, que sea el servidor”. Sí, de esa manera él quiso plasmar en la Iglesia, evangélicamente y de manera nueva, según las exigencias del Evangelio, este ministerio (servicio) de Pedro, que recuerda el Evangelio: “Y tú, confirma a tus hermanos”. Y precisamente porque ha sacado a la luz el elemento evangélico original, él ha resultado simpático al mundo. Por eso su pontificado fue más humano, más cristiano y ecuménico. Por eso él, el Papa Juan XXIII, ha sido el más grande papa del siglo XX.Fuentes:Hans Küng, en: Revista “Jesus”, no. 10, año XXII, San Pablo, Italia 2000.Alberto B., en: Revista “Vida Pastoral”, no. 100, año XXVIII, San Pablo, Colombia 2000.

Acerca del recopilador
Espino JL (Rafael Espino GUzmán) es miembro y religioso de la Sociedad de San Pablo. Ha realizado estudios de licenciatura en Ciencias de la Comunicación (y Filosofía) en el Instituto COMFIL (México), y licenciatura en Teología por la Universidad Pontificia de México.
Ha colaborado en revistas nacionales y está a cargo de la dirección de la revista Vida Pastoral (México). Colabora, además, en el Consejo Editorial San Pablo de la Provincia de México.


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